PARTIDO COMUNISTA INTERNACIONAL: Lo que va de Marx a Lenin, a la fundación de la Internacional Comunista y del Partido  Comunista de Italia (Livorno, 1921); la lucha de la Izquierda Comunista contra la dgeneración de la Internacional, contra la teoría del "socialismo en un solo país" y la contrarrevolución estalinista; el rechazo de los Frentes Populares y de los Bloques de la Resistencia; la dura obra de restauración de la doctrina y del órgano revolucionarios, en contacto con la clase obrera, fuera del poliqueo personal y electoralesco.


Índice

 

¿Qué es el Partido Comunista Internacional?

 

 

Sólo con la ayuda de un partido que se apoye en todo su pasado histórico, que prevea teóricamente las vías del desarrollo y todas sus etapas, concluyendo qué forma de acción sea la justa y la necesaria en cada momento dado, sólo con ayuda de un partido similar el proletariado se libera de la necesidad de tener que volver a comenzar siempre desde el principio la propia historia, con sus indecisiones, sus incertidumbres y sus errores (Trotski, «Las enseñanzas de la Comuna de París»–1920).

 

NUESTRO NOMBRE ES NUESTRO PROGRAMA

 

«¿Partido Comunista Internacional?», dirá cualquiera con un gesto de incredulidad e ironía. «Pero, ¿qué es eso? ¡Los partidos están en bancarrota, el comunismo está muerto, se ha vuelto a abrir la era de los nacionalismos, y éstos se llaman ahora Partido Comunista Internacional! ¡¿Pero dónde viven?!». Que esté tranquilo nuestro interlocutor: sabemos muy bien dónde y en qué época vivimos, y precisamente por eso nos llamamos así. Antes que nada, intentemos entonces limpiar el campo de estos equívocos.

¿PARTIDO? Sí, nos proclamamos «partido», remachamos con fuerza la necesidad del partido. La ideología dominante (la del capital y de quienes lo mantienen en pie: políticos, economistas, intelectuales, sindicalistas, policías de todo tipo) querría reducirnos a unos cuantos individuos aislados e incapaces de ver más allá de su yo, paralizados por las pesadillas y angustias de las que está lleno el mundo contemporáneo, atontados por los máss media, que no ven el fondo en cuanto a obscenidad y vaciedad, resignados y prestos para la rendición (o, por el contrario, literalmente drogados por el mito de que «el individuo lo puede todo, en cuanto lo desee, lo sepa, lo lea, se informe»; mientras que el individuo, en el reino del capital, está precisamente lo más indefenso y vulnerable que nos podamos imaginar, auténtica presa de mecanismos de los que se le escapa el funcionamiento).

Por otra parte, la clase dominante tiene sus partidos, respondiendo cada uno de ellos a los muchos intereses encontrados que caracterizan al capitalismo. Y cuando de verdad tiene necesidad, está muy capacitada para llegar al «partido único», instrumento explícito y directo de su dominio de clase, y para encuadrar en el mismo a los individuos abandonados a su suerte y reducidos a infinidad de moléculas impotentes. Entonces, ¿por qué razón no debería tener el proletariado su partido? ¿Por qué razón deberíamos echarle una mano a la clase dominante en esta obra de disgregación, abandono y sometimiento, aceptando gustosamente la idea de que «los partidos ya tuvieron su oportunidad, su época»? Seríamos criminales imbéciles.

Nosotros decimos, por el contrario, que la clase obrera tiene necesidad del propio partido para actuar contra la obra de fragmentación dirigida por la clase dominante, precisamente para responder a los partidos del orden, de la patria, de la normalización y de la guerra. Tiene necesidad, sin embargo, de un partido que represente sus intereses históricos, que la ayude a reconquistar la unidad e identidad necesarias, hoy para defenderse y mañana para contraatacar, que constituya un punto de referencia estable y reconocible, que se sustente en un sólido bagaje teórico, en un programa claro para todos, en una experiencia histórica pluridecenal, en una disciplina interna dictada no por un estúpido caporalismo o por un ciego idealismo, sino por el conocimiento –por parte de todos los militantes– de contribuir a una causa común, sin espejismos de medallas y celebridad, privilegios y puestos de honor.

Es verdad: en estos momentos, los partidos no gozan de buena salud. Los hay que desaparecen de la escena, y otros que se cambian de nombre; los que se mudan con su jefe, y los que cambian de camisa y pantalones. Pero no es la «forma–partido» la que cayó en la bancarrota, como querían todos los defensores de las llamadas «alianzas, movimientos, clubes, ligas» (que, por lo demás, o acaban todos actuando como partidos en el sentido tradicional o, no queriendo hacerlo, demuestran la propia y total incapacidad para actuar). Los que han caído en la bancarrota han sido los programas políticos de partidos que miraban a uno o a otro bloque imperialista como a otros tantos modelos en los que inspirarse: el occidental, bajo el paraguas de EE.UU, y el oriental, bajo el paraguas de Rusia (con los diversos paragüitas chino, albanés, cubano, etc.). Y que a tales modelos han subordinado en todo y para todo la propia política, la propia estrategia y la propia táctica.

La crisis económica que se inició en 1975 (con su trágico reguero de eventos recientes: inestabilidad social, paro, racismo y guerras) ha triturado seguridad, garantías, puestos de trabajo, tranquilidad hacia el presente y confianzas en el futuro. El mundo entero está en convulsión, los puntos de referencia se han disuelto en la nada, los hábitos que han dirigido y condicionado el modo de vivir de al menos dos generaciones han sido sacudidos desde sus cimientos, y todos los comentaristas están de acuerdo en reconocer que hoy reina la más grande incertidumbre. En esta situación, cada vez más dramática, hay quien querría hundirse (y hacer hundirse) aún más en el pantano de la desorientación proclamando que ¡«la época de los partidos ha terminado»!

 

¿COMUNISTA? Sí, nos declaramos «comunistas», y remachamos con fuerza la necesidad del comunismo. Es un pilar de la teoría marxista el concepto de que todos los sistemas sociales divididos en clases llegados a un cierto punto alcanzan un estadio en que el desarrollo de las fuerzas productivas entra en violenta contradicción con las formas de vida asociada producidas por dicho sistema: la consecuencia es una perenne inestabilidad, una degeneración aguda de la vida social en todos sus aspectos (delincuencia, droga, infelicidad, destrucción del ambiente, violencia entre individuos y grupos sociales), ciclos de crisis económicas cada vez más cercanas entre sí, más extensas y profundas, guerras que convergen desde la periferia hacia el centro, hasta desembocar en devastadores conflictos mundiales. El sistema gira en el vacío, está abarrotado de mercancías que no consigue vender, no se las arregla para reabsorber los millones de parados que ha producido y trata de salir del impasse del único modo que conoce: destruyendo cuanto más mejor, de todo aquello que existe en demasía. Después de esta destrucción el ciclo infernal podrá reanudarse con agresividad renovada, con acrecentada potencialidad destructiva.

Desde hace ya tiempo, el sistema capitalista ha tocado el estadio en el que, desde el punto de vista del progreso de la humanidad, su historia sólo está destinada a ser negativa. Desde hace tiempo, pues, es actual la necesidad (objetiva, no subjetiva; material, no moral) de que a este sistema lo sustituya un sistema económico y social distinto, un sistema que, fundándose en el elevadísimo nivel alcanzado por las fuerzas productivas, sin embargo, las libere de esos vínculos que las convierten en destructivas, las dirija hacia finalidades que no sean las de la carrera por la ganancia, por la guerra de todos contra todos, de un mercado que está estructuralmente (¡genéticamente!) loco.

«¡Ya, qué buenos resultados, los del comunismo soviético!», comentará nuestro interlocutor. La objeción no nos produce ni frío ni calor, por la simple razón de que nunca hemos considerado «comunismo» lo que estaba vigente en la URSS (como en China, en Albania, en Yugoeslavia, en Cuba: en suma, el llamado «socialismo real»). «¡Es muy fácil decirlo ahora!», nos interrumpirá el interlocutor. No: no es desde ahora que lo afirmamos, sino desde mediados de los años 20 (del siglo XX), cuando nuestra corriente se enfrentó abiertamente con el naciente estalinismo, individualizando en él no una variante del comunismo, sino su negación: lo que equivale a decir, la forma moderna de la contrarrevolución. En la URSS y en todos los países del llamado «socialismo real», no había un gramo de socialismo o de comunismo. En todos estaban vigentes formas más o menos desarrolladas, más o menos completas, de capitalismo de Estado. De capitalismo, pues, no de socialismo o de comunismo –lo que se reflejaba luego, internacionalmente, en los programas de los partidos pseudo comunistas de matriz estalinista: todos, entonados al mito de la democracia «popular» y más o menos progresista; todos, con los ojos fijos en las reformas, en el parlamento, llegando hasta la colaboración gubernativa. Y es en torno a dicho análisis (un trabajo enorme, de decenios, hecho con estudios y luchas, en la soledad y a contracorriente, cuando afirmar cosas del género significaba ser tachados de «fascistas», ¡«agentes de la Gestapo», «pagados por la CIA»!), que nuestra corriente se ha aferrado y ha sabido resistir: contra el engaño estalinista y contra las terroríficas consecuencias de aquel engaño, del que hoy, en todo el mundo (¡Yugoeslavia in primis!), vemos los efectos trágicos y desastrosos.

Por esto, no tenemos ninguna dificultad (aún más, sentimos un gran orgullo) en definirnos comunistas, hoy como ayer y como mañana. Quien no entiende esto, quien está convencido de que se haya «cerrado la era del comunismo», es, quiera o no quiera, el último... estalinista sobre la faz de la tierra, porque se obstina en considerar comunismo al capitalismo en gran medida de Estado, que estaba vigente en los países del Este y que, agotada la propia tarea de acumulación originaria, está tratando de trasvasarse en formas y estructuras económicas más elásticas, incluso para hacer frente a la devastadora crisis económica mundial iniciada a mediados de los pasados años 70. La necesidad del comunismo, por el contrario, se hace sentir en Yugoeslavia como en Ruanda, en Los Ángeles como en Moscú o París, en Afganistán como en Italia; en las metrópolis llenas de miseria, contaminación y violencia, como en los campos envenenados por la polución y los pesticidas; en los centros de investigación médica, física y química, dominados por el imperativo categórico de la ganancia, como en las fábricas de los países desarrollados, en vías de desarrollo o subdesarrollados, en que se extrae plustrabajo de modo cada vez más feroz; en las selvas amazónicas devoradas por el avance de la máquina capitalista, como en las llanuras africanas pauperizadas por la búsqueda del petróleo o por las exigencias de la monocultivo que a corto plazo rinde más...

¿INTERNACIONAL? Sí, nos declaramos «internacionalistas» y reafirmamos con fuerza la necesidad del internacionalismo y de una organización y de una estrategia internacionales. No sólo porque, desde su nacimiento, el comunismo es internacional e internacionalista (y no puede ser de otro modo). Sino también porque, una vez más, es la realidad misma la que indica el camino. En el arco de un siglo, se ha asistido a la impresionante difusión del sistema capitalista en todos los ángulos de la tierra. Como Marx había previsto perfectamente, el capital ha sometido a sus intereses incluso a las más lejanas áreas del planeta, envolviéndolo en una estrechísima y eficientísima trama de relaciones económicas, políticas, culturales e informáticas. El proceso, tan espléndidamente descrito en el Manifiesto del Partido Comunista de 1848, ha traspasado los confines de Europa y de América y ha arrollado a Asia, América Latina y Africa, sometiéndolos a las propias leyes, férreas y despiadadas. El del capital es un sistema económico mundial: habiendo creado él mismo las bases de una organización mundial de la vida y de las colectividades humanas.

 

Al mismo tiempo, la lucha entre las burguesías nacionales ha alcanzado niveles muy agudizados que ya prefiguran los alineamientos de una futura guerra mundial: la guerra comercial entre Estados Unidos, de una parte, y Alemania y Japón, de otra, desde hace años está al orden del día, con los otros países altamente industrializados dedicados a encontrar una colocación propia dentro de este choque; la guerra efectiva por el control de las materias primas y de las grandes vías comerciales ya está en curso en las periferias ahora cercanas al capitalismo altamente desarrollado (y esto explica la guerra del Golfo, la de Somalia, la de Ruanda, la de Zaire–Congo, la de los Balcanes, y la total desestabilización de Africa, de Oriente Medio y la tragedia yugoeslava: ¡Algo muy distinto a guerras de etnias y religiones!). Una situación convertida en aún más caótica y dramática desde el hundimiento del bloque del Este con la explosión de conflictos locales de inaudita violencia. El mundo burgués oscila pues, y cada vez más, entre la dimensión mundial del mercado como expresión de la fase imperialista del capitalismo, y la explosión de localismos y nacionalismos como reflejo de la competencia y de la carrera hacia la ganancia, especialmente en una época de crisis aguda como es la que se arrastra ya desde hace más de 15 años con altos y bajos, fases de hundimiento vertical y momentos de tímida pero falaz reanudación.

Entonces es evidente que la única vía de salida de la retórica patriótica, de la estupidez localista, de la barbarie nacionalista, del callejón sin salida étnico, del túnel de conflictos cada vez más amplios, está en la reconquista de una rigurosa perspectiva internacionalista: que reconozca, pues, como punto de partida positivo a escala histórica la dimensión mundial alcanzada por el mismo desarrollo de las fuerzas productivas, base irrenunciable del comunismo; que supere las miserias y los celos, los niveles irracionales y las teorizaciones idiotas alimentadas por la ideología burguesa y democrática, incluso cuando esparce la retórica de «libertad, igualdad y fraternidad a manos llenas»; que resista y responda al chantaje de cualquier patriotismo, como quiera que se presente enmascarado, luchando contra la propia burguesía nacional sabiendo que se trata de una lucha internacional; que afronte el problema de los grandes flujos migratorios, de la destrucción de áreas enteras del planeta, de la miseria creciente en la periferia de las naciones capitalistas avanzadas, no con iniciativas de beneficencia hipócritas e impotentes, sino abrazando en un ejército mundial único a los trabajadores de todos los países, obligados por la expansión capitalista a una tragedia cotidiana, a la muerte por hambre y epidemias, al nomadismo perenne.

Un internacionalismo que es, en suma, la necesaria anticipación (no en el reino de las ideas, sino en el de los hechos) de aquel concepto de especie sobre el que se funda el comunismo: son muy otros, pues, los límites angostos a los se ha habituado la sociedad del capital, de la explotación, de la concurrencia y de la ganancia; y declaradamente contra el bagaje ideológico del «individuo soberano», del «pueblo elegido», de la «nación triunfante», que precisamente caracteriza aquella sociedad por todo lo dicho.

Partido Comunista Internacional, pues: es decir, un programa, una estrategia, una táctica y una organización que estén en condiciones de superar las contingencias de tiempo y de espacio, de asegurar la continuidad entre las generaciones, de integrar y exaltar en un único organismo las mejores energías revolucionarias, anulando egoísmos y envidias; de unir, por encima de las barreras políticas, ideológicas y geográficas a los trabajadores de todo el mundo, para organizarlos, dirigirlos y guiarlos en la lucha contra el sistema del capital, en la lucha por el comunismo, por la sociedad finalmente sin clases.


DE DÓNDE VENIMOS

Llegados a este punto, nuestro imaginario interlocutor se preguntará (nos preguntará) si por casualidad no seremos uno de esos grupos o grupitos nacidos en 1968 y años cercanos, que han sobrevivido con dificultad a la época de los movimientos estudiantiles, de la contestación y del terrorismo. Y de nuevo debemos desilusionarlo.

El hecho es que el Partido Comunista Internacional viene de muy lejos y no tiene precisamente nada que ver con Mayo del 68, la contestación, los movimientos juveniles, y en general con la reacción infantil contra el estalinismo que se llama extremismo, espontaneismo, activismo, obrerismo, etc., etc. Es una cuestión de diversidad radical, incluso diríamos «genética». Nuestro partido –aunque hoy sea pequeño, poco influyente, de escaso peso numérico– es la continuación ininterrumpida, por encima de los altibajos de una tremenda vicisitud de la contrarrevolución, de la gran tradición del movimiento comunista internacional de inicios del siglo XX. Él es (y que nuestro imaginario interlocutor nos perdone un poco de retórica orgullosa) como un río calizo que ha debido (y sabido) recorrer por debajo de la avidez y de las ruinas, del fango y de la descomposición. Intentemos volver a recorrer este largo camino, de un modo incluso muy esquemático y elemental.

1892 – Nace el Partido Socialista Italiano. Fruto de la confluencia de varias posiciones, y no todas claramente revolucionarias e internacionalistas, el PSI está dirigido por reformistas (que frente a los que los han seguido, especialmente tras la segunda guerra mundial, en la así llamada «izquierda», resultaban cuando menos respetables). Los años finales de 1800 e inicios de 1900 son un período de grandes luchas obreras, tanto en Italia como en el resto de Europa y en América, y la dirección reformista del PSI y de las grandes centrales sindicales choca a menudo con la combatividad de las masas.

1910 – En el Congreso de Milán del PSI emerge con nitidez una Izquierda decidida a combatir la dirección reformista del partido y de los sindicatos, en el fragor de luchas obreras en las que se encuentra desde hace tiempo en vanguardia. La Izquierda proclama enseguida, en los hechos, el propio internacionalismo, batiéndose con vigor contra la guerra de Libia (1911); y en el Congreso de Reggio Emilia del PSI (1912), se organiza en Fracción Intransigente Revolucionaria.

Precisamente de aquellos años procede también su lucha dentro de la Fracción Juvenil Socialista para contrastar las posiciones de quienes hubiesen querido hacer un organismo puramente cultural. Para la Izquierda, por el contrario, la Fracción Juvenil (y todo el partido) debe ser una organización de lucha: el oxígeno revolucionario debe pues llegarles, a los jóvenes militantes individuales, del conjunto de la vida del partido en cuanto guía del proletariado a lo largo del camino que conduce a la revolución, y no de una banal «escuelita del partido». Un papel decisivo, dentro de la Fracción Intransigente Revolucionaria, se realiza cada vez más, en Nápoles, por Amadeo Bordiga (1889–1970) y por el «Círculo Socialista revolucionario Carlos Marx», verdaderos puntos de referencia de toda la Izquierda del PSI.

1914 – Estalla la primera guerra mundial, y la Izquierda del PSI proclama la necesidad del «derrotismo revolucionario» en pleno acuerdo con las tesis leninistas, entonces prácticamente desconocidas en Italia. Frente a la quiebra de todos los partidos socialistas europeos (que apoyan el esfuerzo bélico de las respectivas burguesías, votando los créditos de guerra), y a pesar de los esfuerzos de la Izquierda, el PSI adopta la fórmula ambigua «ni adherir ni sabotear». Los «intervencionistas», con Mussolini a la cabeza, salen del partido.

1917 – Cuando estalla la Revolución de Octubre, la Izquierda se alinea sin dudas al lado de Lenin y Trotski, saludando el evento como la apertura de una fase revolucionaria internacional: El bolchevismo, planta de todo clima es el título del artículo de Bordiga que comenta en caliente la revolución. Gramsci y Togliatti, representantes del grupo turinés reunido en torno al periódico «L’Ordine Nuovo» (con grandes influencias idealistas y, por tanto, no marxistas), son por el contrario confusos y ambiguos: en el artículo La revolución contra el capital, por ejemplo, Gramsci sostiene que ¡la Revolución de Octubre desmiente la perspectiva marxista! En Italia, la Izquierda es la única formación interna del PSI que tiene una red organizada a escala nacional: a su iniciativa se debe la convocatoria de la Reunión de Florencia en 1917, en la que se remacha la total intransigencia del partido en la oposición contra la guerra. A partir de 1918 –mientras que en el país sube la tensión social, se multiplican las huelgas, crece el descontento por los efectos de la guerra– la Izquierda (que posee desde diciembre un órgano central de prensa propio, Il Soviet) se bate para que el PSI apoye sin vacilaciones a la Rusia revolucionaria, reconociendo abiertamente el significado internacional de la estrategia leninista.

1919 – Es el año crucial en toda Europa: el año de las grandes huelgas en Italia y de las tentativas revolucionarias en Alemania y Hungría, el año en que son masacrados Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, el año de la constitución de la Tercera Internacional como partido de la revolución mundial. En Italia, estalla la polémica entre la Izquierda (que presiona para la creación de un partido comunista en condiciones de aplicar la experiencia de la revolución rusa al Occidente avanzado, y reafirma el carácter de ruptura social y política de los Soviets como órganos del dualismo de poder en un proceso revolucionario en marcha) y «L’Ordine Nuovo» (que pretende individualizar en los consejos de fábrica el equivalente a los soviets, organismos locales totalmente internos o encerrados en la organización social y política capitalista, dándoles una patente de «prefiguración de sociedad futura»). Siempre en 1919, precisamente gracias a la acción teórica y práctica de la Izquierda, se forma dentro del PSI la Fracción Comunista Abstencionista, núcleo del futuro Partido Comunista de Italia. Uno de los elementos que la caracterizan es la afirmación de que, en los países de vieja tradición democrática (Europa centro–occidental y Estados Unidos), el parlamento, además de no ser el lugar donde se vienen tomando las decisiones económico–políticas reales (como los clásicos del marxismo han enseñado siempre), ya no es ni siquiera una tribuna útil para hacer oír la voz de los comunistas: desde hace tiempo se ha convertido en un instrumento para desviar y dispersar las energías revolucionarias. Por tanto, no sólo el parlamentarismo debe ser combatido, sino que no se debe tomar parte en las elecciones políticas para darle el máximo relieve a la oposición contra el mismo y contra el Estado burgués, aunque sea «democrático». Otro elemento que caracteriza la estrategia de la Izquierda: es la concepción del «frente único desde abajo»; por consiguiente, no la ambigua o confusa convergencia de partidos u organizaciones dotados con distintos programas políticos, sino el alineamiento de los trabajadores de cualquier fe política o religiosa en un frente común de lucha, en torno a objetivos económicos y sociales concretos, de defensa de las condiciones de vida y de trabajo.

1920 – En el Segundo Congreso de la Tercera Internacional, la presencia de la Izquierda es de fundamental importancia. Su contribución es decisiva para hacer más severas las «condiciones de admisión» a la Internacional misma, para evitar que entren grupos y partidos que de palabra, y camuflándose en la oleada de una fase aún de luchas vigorosas, sí aceptan la disciplina y el programa revolucionario, pero luego, en los hechos, sabotean (sobre todo si la ola revolucionaria internacional ya se estuviese hundiendo) su puesta en práctica. La Izquierda es la formación comunista europea que con mayor claridad se alinea en una perspectiva internacionalista, concibiendo la Internacional como el verdadero y auténtico partido mundial, y no como una suma formal, aritmética, de partidos nacionales, que los deja luego libres para que cada uno tome la vía que considere mejor. En la Internacional, la Izquierda (que lucha en Italia para conseguir la creación de un verdadero Partido Comunista) se declara por la reafirmación integral del marxismo, por una perspectiva programática, estratégica y táctica internacionalista que recoja a proletarios del Occidente avanzado y a los pueblos del Oriente, por la necesidad del partido revolucionario, de la ruptura violenta del orden burgués y de la instauración de la dictadura de clase como puente de pasaje hacia la sociedad sin clases, por una disciplina interna en los organismos internacionales y nacionales, constituida no de un vacío personalismo o caudillismo, sino de una aceptación y comprensión plenos del programa revolucionario por parte de todos los militantes.

1921 – En el Congreso de Livorno del PSI, la Izquierda Comunista rompe con el viejo partido reformista y funda el Partido Comunista de Italia, sección de la Internacional Comunista. A pesar de las afirmaciones contrarias de la sucesiva historiografía estalinista, la función dirigente es totalmente de la Izquierda y de Bordiga: Gramsci, Togliatti y compañía están en esta fase totalmente alineados con la misma. Durante dos años, en la Europa occidental que trata de invocar la vía de la revolución, ofreciendo así su ayuda decisiva a la Unión Soviética, el PC de Italia dirigido por la Izquierda representa la parte más avanzada del «bolchevismo, planta de todo clima». Actúa en el plano sindical para constituir un frente de lucha real (y no de partidos) de las masas obreras independientemente de su filiación política; dirige una valerosa lucha contra el reformismo socialdemócrata que engaña a los obreros con ilusiones pacifistas y legalitarias; combatió a cara descubierta al fascismo, que considera no una reacción feudal (¡como teorizará a continuación el estalinismo!), sino la expresión política del gran capital (industrial y agrario) colocado frente a una crisis económica mundial y a un proletariado militante; se crea su propio aparato militar de defensa contra la reacción evitando confundirse con reagrupamientos espurios y equívocos como los «Arditi del Popolo» («Defensores del Pueblo»); y, en todas las cuestiones tácticas y estratégicas afrontadas en años de progresivo reflujo del movimiento revolucionario, se coloca constantemente en una perspectiva internacional e internacionalista, denunciando desde su aparición las tendencias localistas y autonomistas y, sobre todo, el empuje hacia la subordinación de la Internacional misma a las exigencias nacionales rusas.

1923–24 – Aprovechándose de la detención de Bordiga y de buena parte de los dirigentes del PC de Italia (en el tardío 1923, el proceso se concluirá con una célebre autodefensa de los acusados y con su absolución), la dirección pasa a hombres más dóciles a las directrices cada vez más «elásticas» de la Internacional, y en el curso de 1924, aún habiendo obtenido la mayoría en la Conferencia Nacional de Como (en mayo), la Izquierda fue apartada de la dirección, confiada a la corriente de Centro dirigida por Gramsci y Togliatti, a iniciativa de Moscú. En los dos años siguientes, el proceso de desmantelamiento de la influencia de la Izquierda en el partido asume cada vez más los tonos y adopta los métodos que serán propios de la política estalinista: su órgano, «Prometeo», es suprimido tras publicar algunos números, las secciones en las que la Sinistra es dominante son disueltas, los compañeros de la Izquierda son alejados de los puestos dirigentes, sus artículos y documentos son censurados o no se publican, y se impone un régimen interno de desconfianza e intimidación, de disciplina caporalesca y burocrática.

1926 – En el III Congreso del Partido, celebrado fuera de Italia, en Lyon, las maniobras del nuevo centro (históricamente bien documentadas: por ejemplo, ¡el voto de los delegados de la Izquierda ausentes le es distribuido automáticamente al centro gramsciano!) se traducen en la completa marginación de la Izquierda, que es colocada en la imposibilidad de actuar y hacer oír la propia voz y viene marginada definitivamente dentro del partido. En el mismo año, en el VI Ejecutivo Ampliado de la Internacional comunista (Moscú, febrero–marzo de 1926), Bordiga se batió contra la llamada «bolchevización», lo que equivale a decir contra la reorganización del partido sobre la base de las células de empresa, que –con la demagógica pretensión de incrementar el carácter «obrero» del partido– acaba encerrando, por el contrario, a la base en el horizonte angosto de la empresa o sección individual, y por hacer indispensable la figura del «funcionario–burócrata» que «marca la línea», estableciendo un lazo ficticio y de caporal entre Centro y periferia. En la misma reunión candente moscovita, Bordiga toma la iniciativa –solo entre todos los oradores– de exigir que la grave crisis interna del partido bolchevique (preludio de la falsa y mendaz teoría del «socialismo en un solo país») se ponga en el orden del día de un próximo congreso mundial, puesto que «la revolución rusa también es nuestra revolución, sus problemas son nuestros problemas y todo miembro de la Internacional revolucionaria no sólo tiene el derecho, sino el deber de colaborar en su solución». El fascismo decidirá detener a Bordiga (junto a todos los dirigentes del PC de Italia) antes de que el nuevo Congreso se reúna; decidirá Stalin aislar a la Oposición rusa. Entre 1926 y 1930, los compañeros de la Izquierda son poco a poco expulsados del partido y, por tanto, o entregados a la represión fascista u obligados a la emigración. La campaña contra la Izquierda en Italia es paralela a la campaña contra Trotski en la URSS, aun cuando entre las dos corrientes existen puntos de desacuerdo que, sin embargo, no impiden a la Izquierda defender a la Oposición rusa en los años cruciales de 1927–28. Bordiga mismo viene expulsado en 1930 con la acusación de «trotskismo». Entretanto, primero con la traición de la huelga general inglesa de 1926, luego con la subordinación del partido comunista chino a los nacionalistas del Kuomintang durante la revolución china de 1927 (¡el éxito final será la masacre de la Comuna de Cantón por obra de los nacionalistas!), el estalinismo –expresión de las fuerzas burguesas en ascenso en la URSS, aislada tras el fracaso de la revolución en Occidente– completa el derrocamiento de los principios y del programa comunista.

 

1930–40 – Con Bordiga aislado en Nápoles, sometido a continua vigilancia policial, y la Izquierda perseguida por fascismo y estalinismo, dispersa en la emigración, sofocada por la democracia, inicia una fase de nuestra historia que bien puede definirse heroica. La Izquierda se reorganiza en Francia y Bélgica como Fracción en el Extranjero y publica las revistas «Prometeo» y «Bilan», con las que continúa la propia batalla política. La situación es extremadamente difícil, porque los compañeros –pocos y dispersos– deben combatir en tres frentes: contra el fascismo, contra el estalinismo y contra la democracia. Y, sin embargo, denuncian la política de Moscú (los «frentes populares», la mano tendida a la democracia, las continuas cabriolas políticas sobre la piel de los proletarios más combativos, el pacto Hitler–Stalin, los llamamientos «a los hermanos con camisas negras» por parte de Togliatti), tratan de actuar vanamente para que, durante la guerra de España, las inciertas formaciones de Izquierda se orienten en sentido clasista, luchando contra el fascismo y el nazismo (en la Francia ocupada consiguen realizar sin rodeos propaganda derrotista entre los soldados alemanes), someten a la crítica todos los mitos democráticos que infectan, cada vez más, al movimiento obrero internacional (en el estallido de la guerra y en los años sucesivos, los obreros internacionalistas denuncian su carácter imperialista). Ahora ya es evidente que, con el estalinismo, nos encontramos frente a la más grave oleada contrarrevolucionaria, y los compañeros inician, aunque fuese con insuficiencias debidas al aislamiento en que se encuentran, el análisis de «qué es lo que ha sucedido en la URSS». Es ésta su tenaz resistencia, esta voluntad obstinada de no dejar que el «hilo rojo» se rompa, permitiendo el renacimiento del partido en 1943.

1943–1952 – Gracias también al retorno de algunos compañeros de la emigración, comienza en Italia el trabajo de rehacer una verdadera y propia organización. Se publica clandestinamente –desde finales de 1943– el periódico «Prometeo». Sucesivamente, se reanudan los contactos con Bordiga, se realiza una agitación revolucionaria entre los proletarios combativos desilusionados con el movimiento de la resistencia antifascista, se actúa para darle una directriz clasista al movimiento huelguístico que estalla finalizando la guerra, se trabaja en estrecho contacto con el proletariado obteniendo incluso significativos resultados (en varios casos, especialmente en las fábricas del norte, son los internacionalistas los elegidos como delegados en los comités de empresa). Nace finalmente el Partido Comunista Internacionalista, con el periódico «Battaglia Comunista». El choque con los estalinistas es abierto. Precisamente, mientras Togliatti, en su cargo de Ministro de Gracia y Justicia, decreta una amnistía general y pone en libertad a los cerebros y a los ejecutores fascistas, alabando al hombre nuevo y a la «renacida democracia», su partido denuncia como «fascistas» a los internacionalistas e incita a su eliminación física. Así, como culminación de una auténtica campaña de difamación e incitación al asesinato, los compañeros Mario Acquaviva y Fausto Alti (y otros militantes anónimos de los que no hemos conseguido saber nada más) vienen masacrados por los estalinistas. Esta primera fase de vida del partido todavía está marcada por las incertidumbres teóricas propias de la Fracción en el Extranjero, insuficiencias teóricas que se constatarán en 1952, cuando la exigencia de restablecer de un modo claro y monolítico (y contra toda prisa activista y superficial) el entero corpus marxista, desnaturalizado y destruido por el estalinismo, conduce a una primera fractura. En aquel mismo año, inicia pues su publicación «Il Programma Comunista»: en sus páginas, hasta la muerte en 1970, Bordiga desarrollará el enorme trabajo de reconstrucción teórico–política del Partido, que a mediados de los años 60 se convertirá en «internacional» de hecho y no sólo de nombre. Las tesis características del Partido–1951, las «Consideraciones sobre la orgánica actividad del partido cuando la situación general es históricamente desfavorable»–1965, la «Tesis sobre la tarea histórica, la acción y la estructura del Partido Comunista Mundial»–1965, y las «Tesis suplementarias»–1966, le darán luego al partido su definitivo encuadramiento teórico, político y organizativo.


PARTIDO HISTÓRICO Y PARTIDO FORMAL

 

«De acuerdo», dirá, llegados a este punto, nuestro interlocutor un poco desorientado, «tenéis una historia larga y gloriosa. Sin embargo, seguís siendo cuatro gatos».

Ciertamente, somos pocos y nuestra influencia real es hoy casi nula. La cuestión no nos saca de quicio ni nos espanta. Una objeción del género no toma en consideración el hecho de que, como se ha dicho, el estalinismo ha sido la más feroz contrarrevolución sufrida por el movimiento comunista internacional. Sus efectos han sido devastadores, se han hecho sentir durante más de 60 años y se hacen sentir todavía hoy. En todo este período, gracias a la destrucción del partido comunista mundial y al desarme teórico–práctico como obra de la contrarrevolución, la clase obrera del Occidente capitalista desarrollado ha sido uncida al yugo de la democracia, definida ésta por principio como un mundo idílico en el que todos los contrastes podían ser superados y anulados finalmente. Ha participado en otra masacre mundial. Ha colaborado en la reconstrucción posbélica, produciendo una masa impresionante de plusvalor (el boom de los años 50) gracias a cuyas migajas ha sido convencida de que éste es «el mejor de los mundos posibles». Ha abandonado a su suerte a los pueblos de color que se revelaban contra el yugo del imperialismo y comenzaban a probar las delicias de la penetración capitalista. Y, todas las veces que ha intentado invocar una nueva vía de defensa de los propios intereses como clase, ha escuchado cómo le respondían que: «el bien superior de la economía nacional no lo permite», «se corre el peligro de hacerle el juego a la derecha», etc., etc.

Es obvio que, en condiciones como estas, que han caracterizado el último medio siglo euro–americano, el comunismo revolucionario tiene dificultades para difundirse. Existe una barrera material que se nos opone: modos de pensar, hábitos, influencias ideológicas, tradiciones, apatía, ilusiones, el hecho mismo de que, durante un largo período, el puesto de trabajo y el salario se presentan como una realidad garantizada... Todo eso, para nosotros, materialistas, es más que comprensible: los comunistas ya lo hemos experimentado. Tras el fracaso de las revoluciones de 1848, la Liga de los Comunistas contaba con pocos elementos, desperdigados por Europa; pero esta «soledad» fue la pre–condición para el nacimiento de la Primera Internacional en 1864. Después de la Comuna de París de 1871, Marx y Engels permanecieron sustancialmente solos sacando las lecciones de aquel intento revolucionario ahogado en sangre: pero fueron aquellas «lecciones» extraídas en solitario las que permitieron el renacimiento del movimiento comunista sobre bases más sólidas pocos años después. Lo mismo le sucedió a Lenin y a los marxistas rusos tras el fracaso de la revolución de 1905 en Rusia, premisa para la afirmación del bolchevismo, para la victoria de la revolución de 1917 y para el nacimiento de la Tercera Internacional. Y lo mismo acaeció después de 1926 ala Izquierda y a nuestro partido, que es el heredero directo de aquella experiencia.

Que el partido sea pequeño, en medio de estas oleadas contrarrevolucionarias (y la última, se ha dicho que ha sido la más tremenda de todas, llegando a voltear al mismo ABC del marxismo), que se reduzca a unos pocos elementos y que sea ignorado por la mayoría es perfectamente comprensible: está directamente congénito con el devenir histórico. El partido no invierte las situaciones desfavorables con la varita mágica, no suscita las revoluciones con un acto de voluntad. Es el proceso revolucionario el que madura durante decenios, al mismo tiempo que el acumularse de las contradicciones que el sistema capitalista genera inevitablemente. El partido debe favorecer este proceso, organizarlo y dirigirlo, guiarlo teórica y prácticamente. Puede parecer una paradoja, pero la historia lo demuestra: es precisamente en las fases contrarrevolucionarias (aquellas en las que la revolución no está mínimamente al orden del día) cuando la revolución va madurando. Y se prepara, nos preparamos, reconstituyendo el partido, defendiendo su patrimonio de teoría y experiencia, reanudando el hilo rojo que todos querrían romper, luchando para difundir su programa contracorriente. Si no nos preparamos ahora de este modo, la revolución no llegará nunca; porque, cuando se vuelvan a presentar las condiciones materiales favorables a la revolución, faltará precisamente el órgano–guía, el instrumento necesario, el partido.

Esta es una primera consideración vital. Pero no basta. Existe un partido histórico y existe un partido formal, y también éste es un concepto–clave marxista. El partido histórico es el conjunto de la elaboración teórica, del programa, de las tesis, de la experiencia histórica del comunismo. Dicho partido data ya de 1848, cuando se publicó el Manifiesto del Partido Comunista, y comprende (en un todo monolítico cuyas partes se integran orgánicamente las unas a las otras) las obras de Marx, Engels y Lenin, las batallas políticas de la Primera, de la Segunda y de la Tercera Internacionales, las enseñanzas de la Comuna de París de 1871, de la revolución rusa de 1905, de la revolución de Octubre de 1917, la experiencia de las grandes luchas en el Occidente capitalista y en el Oriente de color entre 1917 y 1927, la elaboración teórico–política producida por la Izquierda Comunista en el arco de más de medio siglo, las lecciones que ha sabido extraer de las contrarrevoluciones. Es, pues, un método de interpretación de los hechos histórico–sociales, una doctrina política y una experiencia de lucha: una teoría, un programa, una estrategia y una táctica, que constituyen los fundamentos del comunismo, al que las distintas generaciones deben, necesariamente, hacer referencia.

Y existe luego un partido formal. Lo que equivale a decir, la traducción de aquel conjunto –de teoría, programa, estrategia y táctica– en una estructura organizada, en un organismo viviente, hecho de militantes de carne y hueso, operantes en situaciones específicas y comprometidos en ampliar el radio de influencia del comunismo. Es esta estructura organizada la que, reanudando materialmente el hilo rojo del comunismo, permite la fusión de diversas generaciones en una única perspectiva de lucha. Pero es también esa la que se resiente de manera inevitable de los altos y bajos de la lucha de clase, de los momentos favorables como de los desfavorables, de las victorias como de las derrotas.

No hay, entiéndase bien, una fractura entre partido histórico y partido formal. No se trata de dos momentos separados y sucesivos. El partido histórico debe tender a traducirse en partido formal, porque de otro modo el comunismo permanecería como letra muerta; el partido formal debe identificarse con el partido histórico, porque de otro modo estaría privado de teoría, programa, estrategia y táctica comunistas, que son las que pueden caracterizarlo. Toda la historia del movimiento comunista internacional, en el fondo, es la historia del difícil y apasionante proceso a través del cual el partido histórico deviene partido formal, la teoría deviene praxis, organización viva y combatiente. En fases dadas, el partido formal puede reducirse incluso a unos pocos elementos privados o casi privados de influencia real sobre la escena histórica. Pero es vital que estos pocos elementos defiendan con todas sus fuerzas al partido histórico, traten de hacerlo vivir en la realidad, no importa si son escarnecidos o no escuchados por la gran mayoría, actuando para ampliar lo más posible el propio radio de influencia a nivel internacional. Es este el presupuesto para que, al volver a presentarse las condiciones objetivas más favorables (y el ciclo de la economía capitalista no puede hacer más que crearlas continuamente, por las contradicciones internas que son connaturales a la misma), el comunismo pueda encontrar, entonces sí, un séquito más numeroso.

En el curso de la segunda posguerra, nuestro partido se ha encontrado luchando para defender al partido histórico, sin dejar jamás de actuar para hacer vivir en la sociedad del Capital al partido formal: no importa lo pequeño que sea, no importa lo aislado que esté. Sabemos que esta lucha nuestra (que implica un vuelco total del corriente modo de concebir los fenómenos de la sociedad) ha sido fundamental, porque, mañana, los cuatro gatos de hoy llegarán a ser ocho, dieciséis, treinta y dos, etc. Lo ha hecho en el período seguramente más desfavorable y difícil, y este es el motivo por el que su historia ha sido también tan fatigosa o atormentada. El período contrarrevolucionario carece del oxígeno de la lucha de clase, y por tanto pesa como una capa de plomo sobre el mismo partido, alimentando de vez en cuando ilusiones y desilusiones. Y es así como el pequeño partido debe guardarse tanto de la tentación desastrosa de reducirse a una pequeña secta de académicos dedicados a debatir dentro de sí mismos, como de la fácil ilusión de que baste, en cualquier fase histórica, con multiplicar por miles la actividad para ampliar la influencia entre la clase obrera.

 


POR QUÉ LA CLASE OBRERA

«¡Tanto hablar de la clase obrera! ¡Pero si la clase obrera ya no existe... con la revolución telemática ha desaparecido! ¿Es posible que no os hayáis dado cuenta?».

Le pedimos el favor, a nuestro interlocutor, de estudiar mejor la realidad antes de abrir la boca, para evitar transformarse en uno de esos papagayos que repiten de memoria las cuatro frasecitas del último «experto», leídas en el último número del periódico.

Esta auténtica parida de la desaparición de la clase obrera (o de su «integración») no es una invención de hoy. La defendían ya en los años 40 ciertos sociólogos americanos, la han retomado «pensadores» a la moda en los años 60, como Marcuse y cía, ha sido el pan cotidiano (¡pero duro!) de ciertos planteamientos de «ultra–izquierda» de los años 70, y en el fondo está en la base misma de la ideología burguesa, que desde el inicio ha defendido haber eliminado las divisiones en clases, consideradas como típicas y exclusivas del feudalismo. No es pues una sorpresa volver a encontrarla entre los pies también hoy. Veamos un poco mejor cómo están las cosas.

Si decimos que lo de la «desaparición de la clase obrera» es una parida, lo hacemos tanto sobre la base de la teoría como sobre la base de consideraciones actuales. Teoría (de modo muy sintético obviamente): en el corazón del mecanismo económico capitalista está la producción por la ganancia –sin ganancia, la economía capitalista se enbarranca sobre sí misma (y efectivamente, con el descubrimiento de la caída tendencial de la tasa de ganancia, Marx ha dejado al descubierto el talón de Aquiles del capitalismo: aquel que, inevitablemente, le dicta la muerte).

Ahora bien, esta ganancia se crea a través de la extracción de plusvalor del trabajo vivo: lo que equivale a decir, haciendo trabajar al obrero durante un cierto número de horas, pero pagándole sólo una parte de las mismas (de nuevo: las cuestiones son muy complejas, y el interlocutor decidido a comprender puede profundizarlas en textos como Trabajo asalariado y capital o Salario, precio y ganancia, además de, naturalmente, en El Capital). Eso quiere decir que el capital no podrá jamás renunciar al trabajo humano, precisamente porque el plusvalor no puede extraerse de una máquina. Precisamente aquí está la otra gran contradicción del capital: éste debe introducir máquinas con el fin de aumentar la producción, pero no puede introducirlas más que dentro de un cierto límite, porque de otro modo se reduciría de manera drástica la fuente de la ganancia.

Por consiguiente, la tendencia al maquinismo es constante en la historia del capital (véase precisamente El Capital, Libro I, Sección IV, capítulo XIII), pero no modifica (no puede sustituir) el mecanismo central de su funcionamiento: la extracción de plusvalor del trabajo vivo, la explotación de una clase obrera que sigue siéndole, sea como sea, necesaria al capital. Y esto vale tanto para la clase obrera «tradicional» (con batas azules, para entendernos) como para los estratos más recientes de técnicos (con «batas blancas»), que también ellos son productores de plusvalor a través del trabajo no pagado. Que por lo demás un individuo trabaje entre falsos oropeles dorados o entre los golpes infernales de una fundición o en el candor aséptico de un laboratorio de producción de CHIPS y fibras ópticas, no cambia nada su relación con el capital. Y por su parte, el capital no podrá nunca eliminar a la clase obrera, porque está unido a ella como el ahorcado a la soga.

Esto, por lo que se refiere a la teoría. Si luego pasamos a las consideraciones actuales, no tenemos más que confirmaciones. De hecho, basta con darle un vistazo al entorno para darse cuenta del impresionante aumento, en todo el mundo, de la clase obrera. Se habla tanto de «globalización del mercado»: ¿y qué es esta «globalización» sino la penetración y reafirmación del sistema capitalista en todos los ángulos del planeta, y en consecuencia, el nacimiento y crecimiento de una clase obrera, ultraexplotada y ultradesheredada, en Asia, Africa y América Latina? Continúan llegando noticias de trágicos incendios de fábricas en China, en Taiwán, en Hong Kong, de huelgas reprimidas con sangre en Corea, Zaire y Sudáfrica: ¿qué es esto sino la prueba dramática de que la clase obrera, muy lejos de haber desaparecido, por el contrario ha nacido y se ha multiplicado, incluso en áreas hasta hace pocos decenios no tocadas por el irresistible avance de las mercancías y del capital? ¿Y qué son los enormes flujos migratorios, que tantos dolores de cabeza les producen a los bravos burgueses y pequeño–burgueses, sino la demostración a nivel mundial del hincharse de una población de proletarios puros, o sea, de brazos que pueden contar sólo con el trabajo futuro de los hijos, de la prole, para esperar sobrevivir lo menos mal posible (y se podría abrir aquí un paréntesis a propósito de la sobrepoblación, otra pesadilla para los bravos burgueses y pequeño–burgueses, otra demostración para nosotros de la contradicción insuperable de un capitalismo que debe hacer nacer a ritmo sostenido una fuerza de trabajo destinada, históricamente, a vencerlo)?

Aún más: ¿qué es el drama del paro (no sólo estacional, sino creciente), sino la prueba, en negativo, de la existencia, muy real y muy concreta, de la clase obrera en las mismas metrópolis del viejo capitalismo, como los Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia y Japón –allí donde la ideología burguesa pregona a los cuatro vientos (y los bobalicones se lo beben con los ojos cerrados) la alegre novela de la «desaparición de la clase obrera»?

En realidad, en los últimos cincuenta años, hemos asistido, de un lado, a un crecimiento general y absoluto de una clase sin reservas, de auténticos proletarios; y, por otra parte, a un proceso agudo de proletarización, especialmente en las ciudadelas capitalistas avanzadas (los guetos, los banlieus, las bidonvilles, las favelas y los ranchitos). En lugar de reducirse, las filas de esta clase obrera mundial no han hecho pues más que crecer.

«¡Pero no podéis negar que está en curso un proceso de desindustrialización!» Cierto, pero atención: la desindustrialización de algunas áreas (¡recuérdese bien: algunas!) no tiene nada que ver con las teorías extravagantes del posindustrialismo o del poscapitalismo. Se trata de un fenómeno que sólo puede ser analizado en su dinámica: lo que equivale a decir, comprendiendo que se trata muy simplemente de la necesidad por parte del capital de ir en busca de las mejores condiciones de explotación de la mano de obra y, por lo tanto, de una extracción de plusvalor más ventajosa. En suma: si las fábricas desaparecen de Detroit, es sólo porque reaparecen en las zonas de la frontera de México; si la «gran fábrica» es desmantelada, sólo es porque decenas de fábricas más pequeñas nacen en las áreas periféricas... Frente a la crisis económica, el capital se reestructura tratando a) de evitar situaciones de gran conflictividad debidas a la concentración de mano de obra combativa, b) de tener a disposición una mano de obra más joven, más inexperta, más hambrienta, y más recatada. Pero siempre se trata de un fenómeno cíclico: la dispersión se transformará seguidamente en concentración, porque el capital está orientado «genéticamente» hacia dicha concentración.

Ahora bien, no hay duda (y diciéndolo así anticipamos rápidamente la objeción de nuestro interlocutor) de que, frente a esta difusión macroscópica del proletariado mundial, falta en él la conciencia de ser una clase, de tener intereses –tanto inmediatos como históricos– comunes. ¡Pero atención!: El hecho de que el marxismo indique en el proletariado a la clase revolucionaria destinada a enterrar al capitalismo y a abrir las puertas a la sociedad sin clases no significa que el proletariado sea automáticamente, siempre y de cualquier manera, revolucionario. Esta es otra parida que la dejamos gustosamente a los estalinistas y a los obreristas, ambos demagogos.

El carácter de «clase revolucionaria» del proletariado le está conferido por el lugar que ocupa dentro del proceso productivo. Él es el corazón del mecanismo de extracción de plusvalía y detrás de sí no tiene más clases a las que explotar. Rebelándose, pone en discusión la armadura, el engranaje mismo de la sociedad del capital. Liberándose a sí mismo, libera a la humanidad entera. En todas las revoluciones precedentes que han marcado el pasaje de un modo de producción a otro (la antiesclavista y la antifeudal), la clase protagonista de la revolución tenía detrás de sí a otras clases –destinadas, una vez realizada la ruptura revolucionaria y el pasaje al nuevo modo de producción, a devenir las «clases oprimidas», las «clases explotadas». Con la burguesía y el proletariado hemos llegado al final del largo arco de tiempo marcado por la división de la sociedad en clases: el proletariado, actual clase explotada, no tiene detrás de sí mismo ninguna otra clase sobre la que poder ejercer (en el futuro, una vez victorioso) la propia explotación. La nueva sociedad que deberá nacer (que ya está madura para nacer y cuyo retraso en su nacimiento produce un sufrimiento que tanto se asemeja a una agonía) no conocerá divisiones de clase y, por tanto, no conocerá clases explotadas.

Ciertamente, existe un problema subjetivo. En su gran mayoría, la clase obrera actualmente (tanto la que cuenta con garantías relativas en las grandes metrópolis capitalistas, como la dramáticamente explotada por los jóvenes países capitalistas) no se apercibe, no se mueve como clase, no se mueve en la dirección de aquellas sus tareas históricas. Aún más, se puede decir que, por lo demás, de hecho no se mueve: soporta la explotación sin rebelarse. Pero eso no nos desconcierta. Es un problema político que precisamente tiene que ver con la democracia y con el estalinismo –o lo que es lo mismo, con los efectos de la más grave contrarrevolución de la historia del movimiento obrero y comunista. Es un problema político que guarda una relación con la destrucción, a nivel mundial, del partido revolucionario: es decir, de aquel factor de conciencia y voluntad, de teoría y acción –que desde el inicio el marxismo ha indicado como condición irrenunciable para el desarrollo del proceso revolucionario– que todas las clases revolucionarias del pasado han tenido necesariamente como guía.

Sin su partido revolucionario (y eso quiere decir: sin su programa político revolucionario, sin su «conciencia de sí mismo como clase»), la clase no es nada: sólo un conjunto estático de individuos incapaces, en su gran mayoría, de elevarse a la altura de la propia misión histórica. Y es precisamente la situación histórica actual la que nos lo demuestra de manera dramática.

Es por esto que el camino que conduce al comunismo pasa necesariamente a través de la reconstitución del partido revolucionario.

 

QUÉ QUIERE DECIR COMUNISMO...

 

«Sin embargo, es cierto que, tras la experiencia de los países del Este, hoy es difícil hablar de comunismo», comentará un poco desalentado nuestro interlocutor.

 

Podemos comprenderlo. Hablar de «comunismo» hoy, ante todo, significa invertir como un guante la idea que del mismo ha dominado durante más de medio siglo, bajo el influjo de la propaganda estalinista, del graznido oportunista–reformista socialdemócrata, de la misma ideología burguesa. Significa desenmascarar la mentira del «socialismo en un solo país», del llamado «socialismo real». Intentemos recapitular algunos conceptos básicos.

El comunismo no ha muerto en la URSS (ni en otras partes), por la sencilla razón de que en Rusia (y en las otras partes) económicamente jamás había nacido. Comunismo significa abolición del trabajo asalariado, de las mercancías, del dinero, de la ganancia, de la competencia económica, de las clases sociales, y del Estado. Mientras que en la URSS y cía. existían el trabajo asalariado (los obreros recibían un salario), el dinero (como mercancía de cambio), la ganancia (empresas y cooperativas deben mantener los balances con sus activos o pasivos), la competencia económica (había un mercado interno y una progresiva apertura al mercado mundial), clases sociales muy variadas y un Estado aguerrido tanto interna como externamente.

Si antes de 1989 (o sea, antes del hundimiento del «Muro de Berlín», con todas sus dramáticas consecuencias) se hubiese observado las llamadas «dos partes del mundo moderno» con ojos marxistas (por consiguiente, sin dejarse engañar por aquella trágica mentira), se habría dado cuenta de una semejanza fundamental en el modo de funcionamiento y los resultados alcanzados por aquellos que se definían como dos sistemas distintos. Desde ambas partes, las ciudades crecían desmedidamente transformando en un desierto los campos, la producción de misiles nucleares y carros de combate se realizaba a costa de la alimentación de enormes masas humanas, se desarrollaban la concurrencia entre los obreros, el trabajo asalariado, la alienación y el despotismo de fábrica. Desde ambas partes, se recrudecía la anarquía del mercado, las crisis periódicas, las junglas de los apetitos estatales y las guerras de saqueo y opresión, se tenía acumulación de riqueza en un polo de la sociedad y de miseria en el otro polo, chocaban los intereses de clases opuestas, se hinchaba desmesuradamente la máquina del Estado, se tendía cada vez más a considerar a la burocracia y a la policía como a los representantes exclusivos de los intereses colectivos. ¿Era comunismo todo esto? ¡Pero, por favor, qué cuentos nos contáis!

¿Qué era, pues, la URSS? Para los comunistas internacionalistas, la respuesta siempre ha sido clara. En la URSS, bajo Stalin y sucesores, no estaba vigente el comunismo, sino el capitalismo, un capitalismo en amplia medida de Estado, gestionado, en toda una serie de sectores, centralmente (mientras que en otros sectores, sobre todo en la agricultura, existían aún diversas formas de pequeña producción, incluso directamente precapitalistas). Es decir, en la URSS se estaba haciendo lo que todo régimen burgués ha hecho siempre en la época de su «acumulación originaria», y después poco a poco «ampliada»: crear las condiciones económicas de un desarrollo capitalista en amplia escala gracias a la intervención central del Estado. Para Lenin y los comunistas, todo esto estaba clarísimo: después de la revolución de 1917, el poder político dictatorial proletario debía asumir la gigantesca tarea histórica de conseguir sacar al país del atraso económico echando las bases del comunismo (lo que equivale a decir, una economía capitalista plenamente desarrollada: expansión de la gran industria, desarrollo de la red ferroviaria, incentivación a la cooperación agrícola a vasta escala, electrificación, etc.), en espera de que la revolución comunista estallase y venciese en el Occidente económicamente avanzado. Estas eran las condiciones de la victoria del comunismo a escala internacional.

Pero la revolución en Occidente no llegó por la incapacidad de toda una serie de partidos (y, a partir de un cierto punto, de la misma Internacional Comunista) de situarse en un frente verdaderamente revolucionario, y la revolución de Octubre (aplastada entre el retraso de Occidente y el necesario surgimiento de las formas capitalistas en Rusia) se encerró en sí misma. La contrarrevolución estalinista, expresión precisamente del joven capitalismo ruso, le dio la vuelta finalmente a la potente visión estratégica: destruyó el partido de Lenin tanto física como teóricamente, proclamó como «socialismo» lo que sólo era «acumulación capitalista», teorizó la posibilidad de construir el socialismo en un solo país. Este fue el gran y trágico engaño: y metidos hasta el cuello en aquel engaño, que significó la sangre de millones y millones de personas, están no sólo los estalinistas convencidos, sino también todos aquellos demócratas y fascistas, que le han dado y le dan al estalinismo su bendición definiéndolo «comunismo».

Pero entonces, ¿qué ha sucedido entre 1989 y hoy? Ha sucedido que aquella forma capitalista, que ha dominado la escena soviética y los países satélites, en un cierto punto de su historia ha agotado la propia función. Aún más: se ha convertido en un obstáculo, especialmente en presencia de la crisis económica mundial que se ha abierto a mediados de los años 70 y que ya hacia finales de aquel decenio había comenzado a afectar a la URSS. Era necesario dejarles el camino libre a las energías acumuladas bajo la protección del Estado, a los sujetos económicos cultivados desde entonces como en un invernadero y ahora necesitados de desarrollarse autónomamente, sin más vínculos o condicionamientos centrales. He ahí, pues, la «ruptura» con la fase y la forma precedentes –una «ruptura» que, una vez más, todos los países burgueses han realizado en su historia: desde una gestión estatal centralizada a una del autodenominado libre mercado (para luego volver al dirigismo estatal cuando la situación económico–social lo requiere: piénsese en el fascismo).

Pero entonces, ¿qué es verdaderamente lo que quiere decir «comunismo»? No ha sido el marxismo el que ha descubierto los caracteres de la sociedad comunista. Ya antes de su advenimiento, «comunismo» significaba «comunión de bienes»: es decir, puesta en común de las riquezas sociales y administración racional de una sociedad que no conociese ni mercado, ni trabajo asalariado, ni capital, ni clases sociales. Por lo demás, toda una fase de la experiencia humana se había ido desarrollando en el marco de un «comunismo primitivo» (y, por tanto, limitado y condicionado por un bajísimo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas): trabajo en común en tierras comunes y goce en común de los productos de este trabajo, como había sucedido en los albores de la prehistoria humana, antes de la formación de las clases, de la división del trabajo y de la propiedad privada.

El marxismo ha liberado al comunismo de las escorias utopistas para presentarlo, no ya como producto de la voluntad y de los sueños (los famosos «planes» de los utopistas Fourier, Saint Simon y Owen), sino como conquista necesaria del movimiento real de la sociedad. El capitalismo empuja, efectivamente, a fondo la división del trabajo, y separa completamente al trabajador de los medios de trabajo (aperos y máquinas) y de los medios de subsistencia (alimentación y alojamiento). El obrero, convertido en sin–reservas (¡piénsese, hoy, en las enormes masas de sin–reservas africanos y asiáticos, colocados en la vorágine del proceso de capitalización de aquellas áreas!), ahora ya debe pasar a través del mercado para comprar los medios de subsistencia. Para hacer eso, debe vender la propia fuerza de trabajo al capitalista que ha acaparado los medios de producción (y que incluso puede no existir como persona física: puede ser una sociedad anónima o el Estado) y que, poseyendo el producto del trabajo, se embolsa el grueso de la riqueza creada por los trabajadores, riqueza de la que éstos últimos han sido, pues, legalmente desposeídos. Más aún, el proletariado puede hacer vivir a sus familiares sólo en la medida en que sus brazos continúan siendo útiles al capital (piénsese en auténticas plagas sociales como el trabajo infantil, la emigración y la prostitución).

Esta relación social hunde a las grandes masas en una miseria cada vez más negra. Pero, aumentando fuertemente la productividad del trabajo y entrelazando todas las unidades productivas en vastas concentraciones a escala mundial, el capitalismo crea también la condición (pero sólo la condición) para satisfacer las necesidades humanas y gestionar unitaria e internacionalmente las riquezas producidas. No se, construye, pues, el socialismo (como si fuese un jueguecillo Lego), sino que se hace corresponder el modo de apropiación de las riquezas (que hoy es privado) con el carácter ya social (o sea, colectivo, común) de su producción.

Sobre todo, y es la cosa más importante, mientras que los utópicos querían «introducir» el comunismo predicando la buena nueva, y se dirigían para esto a los gobiernos o a los empresarios iluminados, el marxismo demuestra que el capitalismo produce él mismo sus enterradores. Crea, con el proletariado moderno, una clase que el capital mismo tiende a concentrar y a unificar, condenándola a luchar para vivir; la sola clase que, desde que ha aparecido la sociedad dividida en clases, no tenga bajo su dominio a otras clases para explotar y que, por tanto, liberándose a sí misma, no puede hacer otra cosa que liberar a toda la humanidad. La fuerza, en suma, que está en condiciones de asegurar el parto, doloroso y traumático como todos los partos, de la nueva sociedad.

Para llegar a eso, la lucha de la moderna clase obrera, organizada bajo la guía del partido comunista (dotado de un programa y de una estrategia mundiales), debe avanzar hasta la conquista del poder político. El proletariado instaurará entonces su dictadura de clase durante el tiempo necesario para aplastar con el terror cualquier tentativa de oposición de las clases vencidas y ahora ya inútiles, concentrándose en las propias manos los medios de producción y de cambio, haciendo saltar por los aires las relaciones de producción existentes, cancelando inercias y hábitos seculares.

Naturalmente, la transformación comunista de la sociedad podrá realizarse de modo general sólo cuando el poder internacional del proletariado se haya consolidado con una victoria decisiva en las grandes fortalezas imperialistas, verdaderos y propios centros de la economía mundial y gendarmes del planeta. Y será necesario, e igualmente natural, un cierto período de tiempo para que de las ruinas de la vieja sociedad nazca una nueva generación, humana en las condiciones del comunismo.

Es este el final del movimiento de lucha que se llama «comunismo», que no se fundamenta en una «opinión entre tantas», en un «proyecto cultural», en un «impulso ético». En juego no están las banalidades filisteas de «una mayor justicia social», de «una mejor calidad de vida», de una «distribución distinta de la riqueza»: todas ellas frases retóricas que dejan las cosas exactamente como están, porque no tocan nunca la profunda naturaleza del sistema capitalista. En juego está el traspaso histórico desde un modo de producción a otro, como sucedió cuando se pasó del esclavismo al feudalismo, del feudalismo al capitalismo: pero con la diferencia sustancial de que, aboliendo la división en clases, el comunismo sacará a la humanidad verdaderamente de la prehistoria de la explotación, de la opresión y de la destrucción.

En la sociedad que se desarrollará desde esta transformación (¡transformación que –lo repetimos– es radical y total, y no una fotocopia empeorada del sistema precedente!), ya será inútil cualquier forma de dictadura, cualquier poder político estatal, puesto que las bases económicas de la diferencia en clases sociales habrán desaparecido. Pero, mientras que la crisis revolucionaria, la toma del poder, la dictadura proletaria son cortes netos y verticales, los cambios de tipo económico–social son necesariamente más lentos y deben tener en cuenta toda una serie de situaciones particulares (por ejemplo, la disparidad del estadio de desarrollo de las fuerzas productivas). Por tanto, en el comunismo inferior o socialismo, aún existirá un cierto grado de constricción social, que se manifestará sobre todo en la regla: «A cada uno según su trabajo». El falso «socialismo real» de ayer pretendía ver realizada esta regla en el... trabajo asalariado (por consiguiente, en un intercambio de «mercancía por mercancía»). El «comunismo inferior», por el contrario, prevé la introducción del bono de trabajo, un resguardo que consigna un derecho sobre bienes producidos, proporcional al trabajo efectivamente prestado por cada productor (deducidos los recursos destinados a satisfacer las necesidades sociales), y que no es dinero porque no puede ser ahorrado ni acumulado, «no circula» (como hace por el contrario el dinero).

Sólo cuando se produzca en cantidad suficiente podrá desaparecer toda constricción social, y la sociedad, entrando en el comunismo superior, podrá inscribir en su bandera: «Dé cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades». Ya no más sometida a las ciegas leyes económicas que surgen de la anarquía del mercado, la humanidad no sólo habrá acabado con las crisis, las guerras exterminadoras y los odios nacionales. Liberada de la opresión de producir para la ganancia, de la competencia por los mercados, de la producción por la producción, la sociedad podrá organizar la producción mundial de manera consciente, según un plan racional, que regulará las relaciones finalmente armoniosas entre producción, consumo y población, hoy cada vez más desequilibradas por la hinchazón sin límites del capitalismo.

Podrá, en particular, dedicar eficazmente sus esfuerzos a resolver el problema crucial de la agricultura y de la alimentación, sectores cruelmente descuidados por el capitalismo por la simple razón de que en ellos la ganancia es demasiado exigua. Para conseguirlo, la industria de los países «avanzados», construida con el sudor y la sangre de generaciones y generaciones de todos los continentes, será puesta sin tardanza al servicio de la modernización de la agricultura de los países «atrasados», sin contrapartidas (¡cosa impensable bajo el capitalismo!). Esto contribuirá potentemente a colmar el abismo excavado por el imperialismo entre las distintas razas y nacionalidades, y favorecerá la libre unión internacional: el ambiente y la experiencia de donde saldrá la sociedad de la humanidad finalmente unificada.

No dominada ya por las fuerzas externas y enemigas del capital, ahora ya dueña del propio destino, la sociedad comunista, de un lado, estará en condiciones de dominar también las formidables fuerzas que la ciencia moderna ha sabido arrancar a la naturaleza (pero que, en las manos del capital, a menudo se convierten en tremendos peligros), y de otro, podrá superar definitivamente el miedo, el oscurantismo y la religión.

Llegando a ser racional la producción, desaparecerá el saqueo y la destrucción de la naturaleza hoy perpetradas, y la división entre campo y ciudad podrá ser superada poco a poco a través de un equilibrado reparto de la actividad productiva en toda la costra terrestre, eliminando así, gracias a estos dos factores, la amenaza de contaminación de todo género. Se dejará también de dilapidar salvajemente los recursos humanos, porque la humanidad ya no será más la fuerza de trabajo para el capital, y la producción podrá ser puesta al servicio de las necesidades de la humanidad. Con el final del Capital y del sistema asalariado, y por lo tanto, con el final de la explotación del hombre sobre el hombre, no será sólo la alternativa para destruir, por un lado, el embrutecimiento del trabajo y, por el otro, el paro creciente. El comunismo, en efecto, hará participar a toda la población en el trabajo social en la medida de las capacidades de cada uno, lo que supone un esfuerzo variado según la edad y, por consiguiente, excluyendo a los niños y a los enfermos. La sociedad podrá entonces –gracias a la difusión de los procedimientos más modernos, arrancados al monopolio de la propiedad privada, y a la eliminación de todas las actividades peligrosas e inútiles (desde la fabricación de armas a la policía y a la doble contabilidad)– disminuir radicalmente el tiempo de trabajo, hasta limitarlo a lo estrictamente necesario: quizás menos de dos horas al día a escala mundial, sobre la base de la tecnología actual.

A esta medida, que ya la dictadura proletaria pone en el centro de su programa, se le acompañará la eliminación de la antítesis entre escuela y producción, y así se pondrá fin a las estúpidas jactancias que pasan hoy como el non plus ultra de la cultura. Del mismo modo, se introducirá la más completa socialización del trabajo doméstico, desde la limpieza a la educación de los niños, arrancando definitivamente la mujer a la milenaria esclavitud y a la inferioridad social de la que es hoy víctima.

Estas revoluciones en las condiciones de trabajo y de vida suprimirán las bases del antagonismo entre los sexos y entre las generaciones, particularmente insoportable bajo el capitalismo; y, a su vez, transformarán completamente las relaciones entre vida colectiva y vida «privada» (ésta última hoy ya sólo existe para ser pisoteada cotidianamente, o para ser transformada a menudo en la más abominable soledad y miseria individual). También las relaciones entre diversión y trabajo, y la mismas condiciones ambientales, serán radicalmente transformadas, y las generaciones que nazcan libres del yugo del capitalismo podrán dedicarse a otras cuestiones importantes muy distintas, teniendo ya los medios para resolverlas. La drástica reducción del tiempo de trabajo, en particular, no se limitará a mitigar a la humanidad del esfuerzo y de las enfermedades provocadas por la carrera desenfrenada a la ganancia, sino que les permitirá a todos los productores participar en la actividad intelectual, se trate de las ciencias naturales, de la vida social, de la literatura o del arte, que volverán a adquirir la dimensión colectiva que tenían al alba de la prehistoria humana. Entonces se alcanzarán las condiciones para superar definitivamente la división entre trabajo manual y trabajo intelectual, sobre la que se han desarrollado las clases sociales, y para acabar definitivamente con la embrutecedora condena a trabajos repetitivos y a especializaciones exclusivas, el «oficio» y la «carrera» tan aduladas por la ideología burguesa. Todo miembro de la sociedad sentirá la necesidad de la participación incluso en las tareas ingratas pero necesarias, y podrá ejercer las propias capacidades en favor de la colectividad en los campos más variados de la actividad social.

Con el fin de la división del trabajo, las funciones administrativas –también éstas ahora ya reducidas y totalmente simplificadas por la eliminación del mercado y del valor de cambio propios del sistema capitalista– podrán ser distribuidas entre todos los miembros de la sociedad, y la supervivencia de la máquina administrativa separada de la población (que es hoy uno de los fundamentos del Estado) habrá perdido toda justificación. En una sociedad hecha así, de la que desaparecerá definitivamente la guerra de todos contra todos y cualquier forma de individualismo, desaparecerá también cualquier oposición duradera entre individuo y sociedad. En la sociedad de la especie unida, la participación en el esfuerzo colectivo se convertirá en la primera necesidad vital, y el libre desarrollo de cada uno en «la condición del libre desarrollo de todos».

Este es el futuro por el que han combatido generaciones enteras, por el que millones de proletarios anónimos ya han derramado su sangre, en una lucha que ahora ya ha alcanzado a todos los continentes. Esto es el comunismo.

«¡No, esta es la utopía!», exclamará nuestro interlocutor. ¡Alto! La utopía es pintar una sociedad ideal sin tener en cuenta las condiciones materiales para que pueda nacer, y sin indicar el camino que trazan las mismas condiciones materiales para conseguirlo. Es como querer alcanzar la Luna con un avión de pedales. Históricamente, cada problema se plantea de modo real cuando existen las posibilidades y las condiciones para su solución. Las posibilidades y las condiciones objetivas del comunismo ya están dentro de la misma sociedad capitalista: el alto nivel (¡Hasta demasiado alto!) alcanzado por los medios de producción, la globalización del sistema económico y la presencia a nivel mundial de una clase sin reservas. Es necesario trabajar en la construcción de las condiciones subjetivas: el partido en condiciones de dirigir el proceso revolucionario. ¡Pero tanto las condiciones objetivas como las subjetivas ahora ya están muy claras para los comunistas, no son un misterio inescrutable o un artículo de fe!

Por otra parte, ¿quizás es una utopía la nuestra, que indica con claridad el objetivo y los medios para alcanzarlo (organización del partido revolucionario, su enraizamiento entre las masas a nivel internacional, aumento de las contradicciones económico–sociales, reanudación general de la lucha de clase, estallido de la revolución dirigida por el partido, toma del poder e instauración de la dictadura proletaria, intervenciones despóticas en la economía para introducir un sistema económico radicalmente distinto)? ¿O no es más bien una Utopía la de todos aquellos que, dejando inmutado el sistema del capital, del mercado, de la ganancia, de la mercancía y de la competencia, se divierten jugando con proyectos de «desarrollo sostenible» o de «comercio equitativo y solidario», apelando a la conciencia de los hombres de buena voluntad para detener las guerras cada vez más frecuentes y sanguinarias, enviando medicinas para resolver el drama de incesantes carestías y epidemias en regiones de la tierra abandonadas, proponiendo incrementar el desarrollo de los países atrasados para eliminar la trágica plaga de la emigración (mientras que precisamente la implantación arrolladora del sistema capitalista en aquellas regiones, sus necesidades internacionales y sus típicas y repetidas crisis, están en el origen de este trágico fenómeno)? Esta sí que es una utopía, y de la peor especie porque no es inocua: ilusiona a millones de personas, contribuyendo así a la supervivencia y al reforzamiento del mismo sistema que produce los males de los que se habla más arriba.

«¡Ya, pero ese comunismo del que habláis no existe en ninguna parte, vosotros mismos lo decís!». Verdaderamente triste es el modo de pensar de quien considera posible sólo lo que ya existe y rechaza luchar por algo que aún no existe, pero que es posible e incluso necesario. ¡Es un poco como si los hermanos Wright no se hubiesen puesto a trabajar para crear una máquina capaz de volar, visto que... máquinas del género no existían en ninguna parte! Lo que aún debe nacer todavía no existe: esto es elemental. Tampoco existía aún la sociedad burguesa, cuando los primeros revolucionarios burgueses se pusieron a combatir contra la sociedad feudal. ¿Y entonces? Una objeción del género es precisamente característica de la más absoluta pasividad, del atrofiamiento de las facultades mentales, inducidos por una ideología que ostenta a cada segundo que éste es «el mejor de los mundos posibles».

Y por lo demás es, como ya hemos dicho, una observación falsa. Ha existido un «comunismo primitivo» que por el bajo nivel de las fuerzas productivas ha debido dejar el puesto a la sociedad dividida en clases. Ha existido la experiencia de la Comuna de París de 1871, que ha demostrado cómo es posible reorganizar de otro modo la vida asociada (y qué errores se debe evitar al hacer eso). Ha existido la experiencia de los primeros años de la Revolución de Octubre que ha demostrado el camino a lo largo del cual es necesario encaminarse (y, de nuevo, en qué errores de estrategia internacional no se debe caer).

«¡Sí, pero son cientocincuenta años de fracaso!». ¿Y qué se quiere decir con eso? Para llegar a instaurar el propio poder a escala mundial derrotando al feudalismo, la burguesía ha empleado cerca de 500 años: desde las primeras tentativas de los Municipios italianos hasta la revolución francesa de 1789 (y ¡en ciertas áreas del planeta, incluso hasta mucho después!). Quinientos años de gloriosas batallas, de sangrientas derrotas, de largos períodos de oscuridad, de orgullosos contragolpes, y finalmente la victoria total. Quien nos plantea esa objeción haría mejor abandonando la prisa inmediatista que es típica de la ideología burguesa para conducir lo antes posible el negocio, recordando que los comunistas trabajan por el futuro de la especie. Se lee en un texto nuestro de 1955: «es compañero militante comunista y revolucionario quien ha sabido olvidar, renegar, arrancarse de la mente y del corazón la clasificación en la que lo inscribió el registro de esta sociedad en putrefacción, y ve y se confunde a sí mismo en todo el arco milenario que liga al ancestral hombre tribal, luchador contra las fieras, al miembro de la comunidad futura y fraterna con la armoniosa alegría del hombre social» («Consideraciones sobre la orgánica actividad del partido cuando la situación general es históricamente desfavorable».

 

...Y QUÉ QUIERE DECIR SER COMUNISTA

 

Naturalmente, este es un discurso que: desarrollado ampliamente, tratado exactamente, ocuparía páginas y páginas. Se trataría efectivamente, en la práctica, de resumir el «programa» del comunismo y, por tanto, deberíamos enviar a todos los lectores a estudiar nuestros textos y nuestra tradición, experiencia y actividades de partido, al menos a todos los interesados sinceramente en comprender y deseosos de volver a encontrar la vía de la revolución. Y aquí, en este texto, por motivos evidentes, no se puede hacer. Sin embargo, existen algunos puntos fijos que contradistinguen netamente a los comunistas revolucionarios. Probemos a repasarlos.

Ser comunistas significa ser antidemocráticos. La democracia es la forma de la revolución y del dominio burgués. Reivindicar la igualdad de todos los individuos ha sido una potente arma para combatir la cerrazón, rigidez y jerarquía típicas de la sociedad feudal. Pero la nueva sociedad surgida de la revolución burguesa no ha conocido nunca la igualdad, por el simple motivo de que se ha tratado todavía de una sociedad dividida en clases y dominada por el imperativo de las leyes económicas, capitalistas. La igualdad era para los burgueses, los proletarios sólo conocían la necesidad.

Las cosas no han cambiado con el pasar de los siglos. La democracia sigue, siendo aún la mejor envoltura para disimular el dominio burgués: lo que mejor le hace creer al individuo aislado que es libre y dueño del propio destino, mientras fuerzas materiales enormes lo aplastan en la obediencia a leyes, ritmos, desarrollos e imprevistos que se le escapan totalmente. Por lo demás, desde que el capitalismo mundial ha alcanzado la fase imperialista (dominada por el capital financiero y por los grandes bloques de países dominantes), esta democracia se ha vaciado cada vez más –se ha convertido en una figura retórica que esconde una evolución sustancial de cuño cada vez más centralizado, autoritario y fascista.

Democracia y fascismo no están, en efecto, en recíproca oposición, sino que dialogan entre ellos con la única finalidad de mantener sólido el dominio del capital. Es evidente que los comunistas no tienen nada que hacer con un concepto como el de democracia, que por otra parte, desde el origen del término, demuestra la propia y fundamental hipocresía. En griego, «democracia» significa de hecho «poder del pueblo, poder de todos»: pero, precisamente en la clásica democracia griega, de este «poder de todos» ya estaban excluidos los esclavos, los ilotas y los extranjeros. La democracia no tiene pues, nada que ver con el comunismo que, aboliendo las clases, será la primera y verdadera puesta en práctica de la igualdad: no ya para unos pocos, sino para la entera especie humana.

La democracia no les sirve a los comunistas ni como praxis interna de partido ni como instrumento del que servirse para acrecentar la influencia del partido, ni como instrumento del propio poder una vez derrotada la burguesía. El partido comunista es un partido disciplinado, fundado en el centralismo orgánico: lo que quiere decir, el proceso a través del cual –exactamente como en un organismo viviente– centro y periferia, órganos directivos y órganos ejecutivos, están estricta y dialécticamente unidos, porque actúan todos sobre la base del conocimiento integral de la teoría, del programa, de la estrategia y de la táctica del partido. Y no tienen necesidad de sobresaltos democráticos internos para definir la propia jerarquía, que es fruto de la selección natural de compañeros que trabajan todos en un objetivo final común, sin privilegios, sin miras carreristas, sin reconocimientos formales o materiales.

Por otra parte, los comunistas declaran abiertamente sus propios fines. No esconden a nadie que, una vez conquistado el poder, lo ejercerán de manera dictatorial, porque este es el único modo para realizar la operación quirúrgica consistente en acabar con la vieja sociedad –una operación quirúrgica que será larga, dolorosa y compleja, porque siglos y siglos de dominio de clase no desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. La resistencia de la clase vencida será feroz, y las mismas costumbres y mentalidades alimentadas durante toda la historia del individualismo y localismo burgués, de la competencia y atropello capitalista, ejercerán una inercia tremenda. Por consiguiente, sólo un partido fundado en un programa seguro y estrechamente unido con las grandes masas obreras y de los sin–reservas, que por primera vez se despertarán realmente a la política, podrá realizar plenamente la dictadura del proletariado –esta fase histórica de traspaso sin la cual, para el comunismo (como nueva historia de la especie, y no de una clase privilegiada o de un puñado de explotadores), no hay posibilidades de victoria.

El discurso sobre la democracia lleva consigo una consecuencia inevitable. Ser comunistas significa ser antiparlamentarios. Durante toda una primera fase de existencia de la sociedad burguesa, el parlamento ha sido una de las arenas de lucha de los comunistas. Por cierto, no la más importante: desde el inicio, para los comunistas estaba claro (véanse las Tesis sobre el Parlamentarismo de la III Internacional, de 1920) que el parlamento, sobre todo, era el lugar de la ilusión democrática, mientras que las verdaderas y sustanciales decisiones relativas a la vida económico–social se tomaban fuera del parlamento. Y creer que la clase dominante (presta para reprimir con la fuerza cualquier expresión de clase organizada por los trabajadores) fuese tan ingenua como para confiar la propia supervivencia a la respuesta de las urnas no sólo era una ingenuidad, sino un verdadero suicidio político.

Eso no quita que durante toda una primera fase los comunistas hayan juzgado útil usar el parlamento, exclusivamente como tribuna desde la que hacer escuchar la propia voz, y demostrando en los hechos la antítesis entre lucha de clase y formas del poder burgués, no importa lo democráticas que fuesen. Era una táctica que podía servir, sin olvidar que la arena real del choque entre burguesía y trabajadores estaba fuera del parlamento: en las fábricas, en las calles y en las plazas.

Útil para los países con democracia muy joven, o para aquellos países en que estaba verificándose el traspaso del feudalismo al capitalismo, esta táctica se convirtió, sin embargo, en totalmente inútil e incluso dañina en aquellos países habituados desde hacía siglos a la democracia, en los que el parlamentarismo ya sólo era una droga potentísima para adormecer la voluntad de lucha de las grandes masas. En la fase imperialista, se ha completado después el proceso por el que las verdaderas decisiones económico–sociales vienen discutidas y decididas por organismos totalmente separados de los de la política representativa: los bancos, la CEOE, el Fondo Monetario Internacional, etc. –estos son los verdaderos órganos del dominio burgués, que representan los intereses generales e internacionales del capital, sometiendo a este interés general a los Estados y, poco a poco, a los gobiernos, a los parlamentos estatales y a los parlamentos locales.

En este punto, la consigna de los comunistas sólo puede ser, todavía más claramente, antiparlamentaria y antieleccionista. Por otra parte, las mismas modalidades de las elecciones (su frecuencia ya obsesiva, el coste monstruoso de cada torneo electoral, la polvareda televisiva que levantan, la parálisis de toda actividad reivindicativa y política que imponen) son la mejor demostración de su función: encerrar las energías proletarias, desviarlas del terreno de la lucha de clase e ilusionarlas con que puedan decidir algo, ser importantes, una vez cada 2 o cada 4 años. Nosotros, por el contrario decimos: hay que abandonar estas ilusiones, para retornar a una visión amplia de la lucha política, fuera de los peligros frustrantes de citas inútiles para los trabajadores, ¡pero muy útiles para la clase que los explota!

Ser comunista significa ser antilocalista y antifederalista. Localismo y federalismo son dos conceptos exquisitamente burgueses (si no directamente pre–burgueses, feudales). Pertenecen a una fase histórica circunscrita en el tiempo, en que la estructura económica aún estaba organizada como islas, con sujetos económicos separados e independientes, todavía en condiciones –visto el limitado desarrollo de la fuerzas productivas– de interactuar dentro de círculos restringidos. Pero desde que el capitalismo se afirmó en escala ampliada (y en particular desde que ha invocado la vía sin retorno del imperialismo), esta fase ha sido definitivamente superada. Y localismo y federalismo se han convertido en otras tremendas ilusiones, auténticos mitos paralizantes.

En economía y en política, la escena mundial está dominada por los grandes colosos, tendencialmente impulsados a devorar a los pequeños y a invadir todos los ángulos del planeta. El Capital ha penetrado en todas partes y la globalización del mercado es ya una realidad decenal. Pensar en volver a abrir senderos de independencia y autonomía pertenece a la ceguera del pequeño–burgués aterrorizado por todo lo que sucede a su alrededor, que no comprende y prefiere no comprender, dejándose influir por la ilusión de poder conducir, en celosa autonomía, su propia tienda, y los propios negocios. Significa creer poder hacer girar hacia atrás la rueda de la historia, con el acuerdo pasivo de todas esas fuerzas económicas monstruosas que, por el contrario, empujan hacia la globalización y la centralización. Significa creer, por ejemplo, que un Meridione italiano fiscal y económicamente autónomo (¿pero cómo?) de la parte septentrional no esté destinado inevitablemente a depender, fiscal y económicamente, del Septentrione. Significa imaginar, por ejemplo, que la máxima de «lo pequeño es bonito» pueda ser una situación estricta, mientras que el continuo movimiento y los tumultos son los que caracterizan al capital, cuya ley fundamental es la de crecer, no la de permanecer pequeño. Verdaderamente ¡aquí estamos en el campo de la utopía total!

Ser comunistas significa ser antinacionales. La sistematización en naciones ha constituido la forma histórica del advenimiento al poder de la clase burguesa. Dentro de confines diseñados por largas y complejas vicisitudes, la clase dominante nacional podía realizar su propia función económico–política, en una relación dialéctica (unas veces con el comercio pacífico, y otras con el choque armado) con otras clases dominantes nacionales. Haciendo hincapié en el mito de la «nación, una e indivisible», la clase dominante ha alimentado el engaño de que la misión histórica de los proletarios fuese la de identificarse con la nación (con su Estado y con su economía), defendiéndola a capa y espada cada vez que estuviese amenazada.

Desde 1848, los comunistas han puesto en la picota este engaño. La sistematización nacional era un importante paso hacia adelante respecto al fraccionamiento feudal, pero tenía todos los reconocimientos y apoyos del dominio burgués. Una vez agotada la fase de las luchas revolucionarias nacionales contra los viejos regímenes, los proletarios ya no tenían nada que compartir con la burguesía. Ellos eran (y con mayor razón lo son en la época del imperialismo, de la ahora ya completa penetración de capitalismo en todas las áreas del planeta, y de la emigración de masas) los sin patria.

Por otra parte, no sólo el comunismo como sistema económico–social es por su esencia (ya lo hemos demostrado) internacional, intolerante a toda limitación geográfica; sino que el mismo capitalismo como sistema económico–social, aun exaltando continuamente los mitos de la nación, apoyándose en ellos siempre que sea necesario con fines de guerras y contrastes interimperialistas, ahora ya ha llegado a un desarrollo supranacional: precisamente esta contradicción entre el nivel internacional alcanzado por las fuerzas productivas capitalistas y el horizonte nacional del discurso ideológico burgués es uno de los límites insuperables que hacen necesaria la muerte histórica del capitalismo.

Pero ser internacionalistas no sólo significa ser antipatriotas, es decir, rechazar el caer en el equívoco de la exaltación y defensa de una «patria nacional» que para los proletarios no existe. También significa reconocer abiertamente que el Estado, que ha sido construido sobre tales confines nacionales, no es más que la máquina que defiende los intereses de la clase dominante, por lo tanto, no es un organismo por encima de las clases, una especie de «buen padre» que administra imparcialmente la vida social y económica de la colectividad, sino –como ha venido aconteciendo históricamente para todo Estado (y como será también para el «Estado de la dictadura proletaria»)– un instrumento de coerción de clase. Sólo con el comunismo, y por consiguiente, con la abolición de las clases, desaparecerá la exigencia de tal instrumento de coerción, porque entonces la humanidad ya no tendrá necesidad de él.

Pero ser antinacionalista también significa no caer en el engaño, hoy particularmente insidioso y extendido, según el cual la economía nacional sería «la economía de todos». La economía nacional es la economía del capital, y no existen intereses comunes entre capital y trabajo asalariado. Si aumentan la producción y la exportación, el que goza es el capital, y no por cierto el trabajador, que paga aquellos aumentos con sufrimiento y con esfuerzo acrecentados. Si aumenta el PNB o la competitividad de las mercancías nacionales, esto no se traduce en una mejora de las condiciones de vida y de trabajo de la masa proletaria, porque las ganancias no vienen graciosamente repartidas, sino reinvertidas en el proceso productivo en beneficio exclusivo del capital. Someterse a las «exigencias superiores de la economía nacional» y aceptar realizar sacrificios en su nombre significa, en suma, admitir pasivamente la propia subordinación a las necesidades de la clase en el poder. Más aún: también significa –un mañana en que aquellas exigencias lo requieran– aceptar alinearse en la guerra contra los proletarios de otro país, engañados del mismo modo.

La posición antinacional de los comunistas implica también, en efecto, una posición neta y decidida contra todas aquellas guerras que se derivan inevitablemente de la fase imperialista del capitalismo. En esta fase, las guerras (no importa si se hacen en nombre de la Nación y de la Patria, de la Libertad y de la Humanidad) ya no tienen el objetivo de hacer añicos los restos de sistemas económico–sociales superados, o de afirmar un ideal ético–político sobre otro. Punto de llegada inevitable de todo un ciclo económico (boom, saturación y crisis), tienen como único objetivo el de destruir lo que se ha producido de más (mercancías y seres humanos), para que aquel ciclo infernal pueda volver a empezar de nuevo. Los comunistas están, pues, contra las guerras, porque representan la expresión más cruda de la putrefacción que ya se ha adueñado de un sistema económico y social moribundo.

Pero los comunistas no están contra las guerras en nombre de un genérico pacifismo: el pacifismo es (y ha sido siempre) impotente para pararlas y, precisamente porque se fundamenta en una «opción moral», se ha transformado siempre en «intervencionista» cada vez que la propaganda belicista de un Estado o del otro haya hecho sonar suficientemente el bombo de la «barbarie del enemigo» o del «malo» de turno. Por otra parte, los comunistas no pueden ser pacifistas o no–violentos, porque saben bien que el traspaso de un sistema económico–social al otro no puede tener lugar pacíficamente, debería ser un violento «asalto al cielo». Y por eso combaten contra los mitos paralizantes del pacifismo y de la no–violencia, recordando a los proletarios que no deben caer en el engaño de guerras combatidas en interés ajeno, sino que deben reservar las propias energías y la propia sangre para la única guerra que les interesa: la revolucionaria por el comunismo.

«Me parece comprender», dirá entonces nuestro habitual interlocutor, «que para vosotros es necesario concentrar las energías del Partido en la preparación política, teórica y práctica de la solución extrema, de la revolución y de la dictadura proletaria... Pero, ¿entre tanto, los obreros, los proletarios, son abandonados a su suerte en las luchas cotidianas de defensa de las condiciones de vida y de trabajo? O sin rodeos ¿son inútiles estas luchas?».

¡Nada de eso! ¡No seríamos comunistas si dijésemos que esas luchas son inútiles, o que al Partido no le interesan ya que éste trabaja por la revolución! Por el contrario, es precisamente en tales luchas donde la clase oprimida va tomando poco a poco conciencia de la necesidad de la batalla final revolucionaria. Entonces, es parte esencial en la función del Partido, es parte integrante de su bagaje historico y de su tradición ininterrumpida, la intervención en las luchas reivindicativas y en los organismos nacidos de su seno (los mismos sindicatos oficiales u otros organismos sindicales autónomos) para imprimirles una orientación clasista.

Llegados a este punto se vuelve a plantear la cuestión que Lenin había planteado en 1903: ¿Qué hacer?

 

¿QUÉ HACER?

 

La pregunta se plantea hoy con una urgencia aún más dramática que cuando se la planteaba Lenin, en 1903, escribiendo el texto omnímodo. Aquella era, de hecho, una época de grandes y vigorosas huelgas, y si aún estaba ausente el partido revolucionario, sin embargo, existía una generación de militantes de gran experiencia para seleccionar, enfocar y encuadrar en una organización política de lucha. Hoy, la clase obrera sufre el peso mortal de las ilusiones reformistas, de las bastardas teorías sobre la era «pos–industrial», sobre la «telemática y la automatización como fase nueva de la historia», sobre la «desaparición de la clase obrera» y, más en general, de la contrarrevolución estalinista. Para los comunistas internacionalistas, es pues evidente, que se trata de volver a comenzar casi desde el principio: sobre la base, sin embargo, de un enorme patrimonio teórico–estratégico, y de un gran bagaje de experiencias prácticas.

Está claro que para nosotros el punto central, aquel en torno al cual gira todo, es la reorganización del partido a nivel internacional. Si no se trabaja en este objetivo, cualquier lucha, incluso decidida, incluso –en situaciones históricas dadas– heroica, está destinada al fracaso. Y la clase obrera mundial sale de demasiados decenios de trágicas derrotas para invocar de nuevo un camino destinado al fracaso.

Reafirmar y difundir el programa del marxismo revolucionario es nuestra función primaria: pero eso sólo se puede hacer en el ámbito de una actividad más amplia y general que, inevitablemente, es de partido. Sobre este plano no existen ni divisiones de trabajo («nosotros no ocupamos de dar a conocer la teoría marxista, vosotros...», ni estadios sucesivos («primero restablezcamos la correcta teoría marxista, luego...»). Razonar de este modo significa razonar en manera completamente no materialista, significa estar fuera del marxismo, porque el marxismo no es una filosofía o una opinión, sino un arma de batalla, el instrumento gracias al cual es posible dirigir el ataque a un modo de producción ya superado y, a través de la dictadura del proletariado, hacer entrar finalmente a la humanidad en la sociedad sin clases.

Esta organización a nivel mundial hoy no existe. Será necesario, pues, dirigir nuestros esfuerzos con el fin de que el pequeño núcleo militante que somos hoy llegue a ser una estructura verdaderamente internacional y opere internacionalmente como partido. Quien se acerque a nosotros comprenderá bien cómo esta necesidad de internacionalismo no puede seguir siendo una frase retórica o aspiración sentimental. Debe disponer de corazón y cerebro, de piernas y brazos, para devenir finalmente realidad.

Por esto, el concepto y la práctica del internacionalismo están en el centro de nuestra actividad teórica y práctica, de propaganda y de proselitismo. Precisamente sobre este terreno, en los últimos decenios, la clase obrera mundial ha sufrido la derrota más amarga: desde la bastarda teoría del «socialismo en un solo país» a la proclamación de las «vías nacionales al socialismo», hasta todos los episodios de «guerras entre pobres» o de contraposiciones artificiales entre sectores de una clase que puede conseguir la victoria sólo si ésta unida.

Está claro por otra parte que esta difusión internacional sólo puede tener lugar sobre la base de la más rigurosa aceptación del marxismo y de nuestras tesis clásicas. El partido no se forma incorporando y colocando juntos a distintos grupos, sino a través de un proceso de selección de elementos de vanguardia que comprenden la inutilidad de los caminos precedentes y la inevitabilidad de nuestro camino. Nada de pactos o bufonadas, nada de arco iris o de cizañas, por lo tanto, y especialmente en una fase como ésta de bajísimo potencial revolucionario; sino adhesión individual a nuestro programa de partido.

La defensa de la teoría será aún y siempre nuestra tarea primaria, tanto en la reorganización del partido a nivel mundial como en la actividad cotidiana, de participación en las luchas, de propaganda y de proselitismo. Sin esta defensa (que quiere decir volver al ABC del marxismo, por lo que se refiere a cualquier episodio, grande o pequeño, de la vida social), caeríamos en un estéril activismo, en un caleidoscopio de acciones sin proyecto: nos quedaríamos en un «hacer por hacer hoy» desvinculado de toda perspectiva de desarrollo revolucionario. Y rendiríamos un servicio muy miserable a una clase obrera ya demasiado martirizada por los efectos desastrosos de un concretismo y de un pragmatismo carentes de principios, que se ilusiona (y, lo que es peor, ilusiona) con que la vía revolucionaria no sea más que una acumulación en bruto de acciones, intervenciones y acciones de propaganda.

Para nosotros, defensa de la teoría significa: análisis de la realidad a la luz del marxismo, crítica de la ideología dominante, desmistificación de todas las posiciones que se declaran comunistas, estando por el contrario muy alejadas del comunismo, preparación política de los militantes dentro de un trabajo colectivo de partido, dirección de las luchas obreras y participación en las mismas allí donde sea posible, fortalecimiento, enraizamiento y difusión de la organización–partido.

Desde este punto de vista, nuestro periódico debe ser cada vez más aquel organizador colectivo del que habla Lenin en el ¿Qué Hacer? El periódico comunista debe ser al mismo tiempo un instrumento para formar a los militantes, un punto de referencia para la clase en sus batallas cotidianas, un espejo de la pulsante vida del partido. Es también por esto que nuestro periódico no lleva firmas: las posiciones que expresa no son fruto de la opinión personal de los individuos, sino patrimonio colectivo, y como tal el lector debe percibirlo y hacerlo propio –contra todos los míseros hábitos individualistas y personalistas que caracterizan por el contrario (y no por casualidad) el mundo de las clases medias burguesas.

Pero esta defensa de la teoría va acompañada necesariamente de un compromiso serio y constante de trabajo en estrecho contacto con la clase, en los límites que nuestras fuerzas nos permitan. Ahora bien, este trabajo en contacto con la clase es todo lo que se quiera menos simple, y por lo tanto, no puede ser planteado y enfocado en torno a una mesa, de manera voluntarista. Está obligado a tener en cuenta los desastres combinados en el seno del proletariado por estalinismo y democracia, las transformaciones que se han producido en el tejido económico–industrial bajo la presión de los ya veinticinco años de crisis, del sentido de desilusión y aislamiento en el que han caído generaciones enteras de trabajadores, de las tentaciones espontaneístas e individualistas que los períodos de extravío inevitablemente producen.

Nada de ilusiones, nada de atajos, pues. Debe estar muy claro que cualquier perspectiva de reanudación clasista deberá pasar a través de la reconquista de unos contenidos fundamentales. Y que será dicha reconquista el único pernio posible en torno al cual se haga girar –aunque no sea inmediatamente– el renacimiento de organismos de defensa de las condiciones de vida y de trabajo y, gracias a ellos, la resistencia obrera contra los ataques del capital.

¿Cuáles son estos contenidos fundamentales?

a) Rechazar el chantaje de las incompatibilidades. Como hemos dicho, la economía nacional no es un bien común. Imponerles a los trabajadores su defensa a ultranza, como han hecho con los acuerdos entre sindicatos–gobierno–patronal de 1922–95 en Italia (sólo por hablar de los últimos años: aunque la historia es mucho más larga), sólo significa mayor explotación, empeoramiento de las condiciones de vida, intensificación de los ritmos, movilidad y precariedad, multiplicación de los accidentes de trabajo, reducción del salario real, acrecentada destrucción del ambiente, y una ulterior acumulación de contrastes inter–imperialistas, destinados antes o después a desembocar en una nueva guerra mundial.

b) Rechazar cualquier atadura de las luchas obreras. Desde hace decenios la práctica sindical ha sido, por un lado, la de dispersar las energías de los trabajadores (microconflictividad, articulación de las luchas por secciones, fábricas, barrios, región o sector, limitación preventiva de la huelga en el espacio y en el tiempo, objetivos desviantes como la defensa de la economía nacional, de la democracia, de la legalidad, etc.); por otro, de contribuir activamente a su atadura (autorregulación, hacer más rígidas las estructuras sindicales, marginación interna y denuncia de los trabajadores combativos, etc.). Todo esto debe ser combatido no en nombre de una engañosa democracia sindical (que es una palabra vacía, vista la directriz irreversiblemente anti–obrera invocada desde hace medio siglo por los sindicatos del régimen), sino en nombre de una auténtica reanudación de la lucha de clase, que debe volver a ser la más amplia y vigorosa posible. La huelga, el piquete, el bloqueo de la producción, la manifestación obrera, etc., son armas de los proletarios: y nadie debe poderselas arrancar de las manos, para transformarlas en ineficaces o volverlas contra los proletarios mismos.

c) Rechazar toda división interna de la clase. Entre los efectos devastadores de la contrarrevolución y de la praxis de partidos y sindicatos oportunistas, está el de la fragmentación del frente de clase y, en consecuencia, el de la difusión de ideologías localistas y federalistas, el de la hostilidad, desconfianza y competencia entre obreros y el del individualismo exasperado. Todo esto, en lugar de constituir una vía de salvación para el individuo o para sectores dados, sólo conduce a derrotas cada vez más desastrosas. La clase obrera puede esperar, hoy, resistir contra el ataque que le lanza el capital, y pasar mañana al contraataque, sólo volviendo a encontrar su unidad en torno a objetivos y métodos de lucha clasistas, sólo reconociéndose (y por tanto actuando) no como una suma informe de individuos, sino como clase, contra todas las tentativas de fragmentarla y dividirla. Y como clase debe volver a luchar contra las desigualdades o divisiones salariales, contra los despidos, la movilidad, la diversificación por edades y sexos, el trabajo negro y todas las formas del trabajo eventual, contra el mito de la profesionalidad, el federalismo, el localismo, el racismo, y todas aquellas relaciones de trabajo que enfrentan a unos trabajadores contra otros, hombres contra mujeres, jóvenes contra viejos, obreros «nacionales» contra obreros emigrados.

d) Rechazar todo ataque contra las condiciones de vida y de trabajo. El Capital en crisis está obligado a lanzar un violento ataque contra la clase trabajadora (e incluso contra amplios estratos de clases medias que hasta ahora se ilusionaban creyendo estar al margen, con un seguro frente a esas sorpresas bestiales). La clase debe resistir contra estos ataques y rechazarlos, y puede hacerlo sólo volviendo a invocar una vía clasista y reconquistando una unidad sobre esta base. Pero otros ataques seguirán, otras tentativas de descargar sobre los obreros los efectos de una crisis que no es el resultado de malas gestiones, de deshonestidad privada, ni de egoísmo personal. Estas tentativas tomarán por necesidad formas diversas, unas más dulces y engañosas, otras más duras y explícitas. Los trabajadores deben prepararse, pues, para una lucha cuyos resultados serán por fuerza precarios, cuyas victorias podrán ser inmediatamente cuestionadas, cuyas conquistas no tendrán nada de duradero. La lucha que la clase debe llevar a cabo es una lucha de resistencia cotidiana, sin caer en la ilusión de que sea posible volver a una situación preexistente de paz e idilio (que no ha existido nunca: las garantías y los privilegios de los que han gozado ciertos estratos de trabajadores han sido pagados por la gran masa, han sido el reflejo de la explotación despiadada de otras áreas del planeta y la avanzada destrucción del medio ambiente...).

Los trabajadores no deben dejarse desviar por falsos objetivos. Deben luchar hoy por la propia supervivencia física, y reivindicar:

1. Fuertes aumentos salariales, mayores para las categorías peor pagadas (los salarios cada vez más miserables no permiten sostener los núcleos familiares amenazados de cerca por el paro presente o futuro, la asistencia médico–sanitaria–hospitalaria se ha hecho más precaria y al mismo tiempo más costosa, ha aumentado el peso de los alquileres, luz, gas, teléfono, transportes e impuestos de toda índole...).

2. Drásticas reducciones del horario de trabajo. La carga del trabajo entre movilidad y horas extras crece cada día más, como crecen de modo dramático los accidentes directamente ligados al aumento de la productividad y al ahorro en las medidas de seguridad y prevención: luchar por la reducción del horario de trabajo no quiere decir mecerse y dormirse en la ilusión de que eso pueda reabsorber el paro, sino sólo actuar para aliviar dicha carga, disminuir la tensión a la que están sometidos millones de trabajadores, reconstruir una fuerza psíquico–física que está siendo gravemente atacada en la actualidad con el solo fin de sacar ganancias para el capital, significa, en suma, luchar también para reconstruir una identidad de clase propia.

De cuanto se ha dicho, se derivan dos consideraciones fundamentales. Cualquiera que afirme que la lucha económica (de defensa de las condiciones de vida y de trabajo) está superada se coloca fuera de la línea clasista y sólo hace demagogia pseudo–extremista. Nosotros sabemos (todos los trabajadores deben saber) que, en el régimen del capital, toda conquista arrancada hoy con la lucha está destinada a perderse de nuevo mañana, mientras que el régimen capitalista no sea finalmente derrocado. Sin embargo, precisamente Lenin en ¿Qué Hacer? demuestra cómo la lucha de defensa económica inmediata es el escalón necesario para comenzar a subir la escalera que llevará a la clase a darse cuenta de la inevitabilidad del choque supremo. Sin aquel escalón (que es tarea del partido consolidar y transformar en fundamento común a toda la clase, mostrando al mismo tiempo la necesidad de ir subiendo los otros escalones) no hay futuro. La lucha económica es la escuela de guerra del proletariado, decía Lenin: y así debe volver a ser.

De eso se deriva la otra consideración: organismos de defensa económica deberán necesariamente volver a surgir y deberán ser amplios y abiertos al máximo posible, precisamente para contrastar la tendencia a la división y a la fragmentación, a la cerrazón y al repliegue, que representa el papel de vencedor en manos del capital. Deberán, entonces, volver a ser instrumentos de la lucha obrera, las estructuras en condiciones de organizarla y centralizarla, el tejido intermedio vital entre la clase y el partido político revolucionario.

¿Existen hoy estos organismos? Los sindicatos actuales están completando la parábola (individualizada e identificada por nosotros desde el final de la II guerra) de progresiva integración en el Estado del capital, hasta haberse convertido en verdaderas y propias estructuras de su sostenimiento. Las respuestas obreras a este bandazo no han faltado, y los últimos veinte años han visto el nacimiento de innumerables siglas y tentativas más o menos abortadas: sus límites, como hemos denunciado otras veces, son las difundidas inclinaciones y tentaciones federalistas y autonomistas, la cerrazón dentro de los muros del sector, la manía y el formalismo democráticos, que hacen de estos organismos (a menudo generosos por el gasto de energías) frágiles y provisionales, incapaces de dotarse de una estructura unitaria y centralizada, demasiado inclinados a tomas de posición demagógicas o voluntaristas, que acaban frecuentemente por suscitar otros elementos de división y confusión dentro de la clase: debilidades que son el reflejo de la actual situación obrera.

Los comunistas internacionalistas, los proletarios conscientes y deseosos de situarse sobre el terreno de clase, llevarán a cabo una lucha abierta y decidida contra las formas y los contenidos del sindicalismo del régimen y someterán a dura crítica las tendencias negativas de los organismos nacidos de la desilusión o de la náusea hacia dicho sindicalismo. Pero trabajarán tanto en los sindicatos (mientras su presencia no llegue a ser imposible y no sean expulsados: y entonces les demostrarán claramente a los trabajadores afiliados cómo se comporta el sindicato de manera anti–obrera) como en los organismos espontáneos (obrando para que superen los límites visibles y pomposos que soportan). Trabajarán, entonces, allí donde está la clase obrera: no para seguirla, sino para dirigirla, no para adecuarse a las prácticas de sindicatos u organismos espontáneos, sino para responder y ayudar a los trabajadores a responder. De nuevo, en el centro de cualquier estrategia y antes de cualquier otra cosa deben volver a estar, no las formas, sino los contenidos.

Sólo así será posible contribuir efectivamente a la reanudación de la lucha de clase y, con ella, al renacimiento de organismos sindicales no sometidos al Estado del capital. Sólo así será posible hacer revivir dentro de una clase en lucha la perspectiva del partido revolucionario, de la revolución proletaria, y del comunismo. Nunca como hoy, de esta perspectiva, la clase obrera mundial tiene dramáticamente necesidad.

A MODO DE CONCLUSIÓN

 

 

Llegados al final de esta exposición (que obviamente no podía pretender agotar todas las cuestiones), deseamos haber convencido a nuestro hipotético interlocutor. Sin embargo, no queremos dejarlo sin haber reiterado antes dos conceptos fundamentales para cualquiera que quiera acercarse seriamente al comunismo revolucionario.

 

El primero de estos conceptos es que «las revoluciones no se hacen, sino que se dirigen». Las revoluciones irrumpen desde el subsuelo social cuando las condiciones materiales las hacen posibles y necesarias, y no hay voluntad de individuos o de grupos que pueda acelerar o modificar este proceso. Pero sin una línea y una dirección, las enormes energías sociales que se liberan del subsuelo social acaban por desperdiciarse «como el vapor no encerrado en un cilindro con pistón» (Trotski, «Prefacio» a la Historia de la revolución rusa, 1930).

El segundo concepto, estrechamente ligado al primero, es que «el partido puede esperar a las masas, pero las masas no pueden esperar al partido». Aún recuerda Trotski, en efecto, que «Las masas nunca son exactamente idénticas: hay masas revolucionarias; hay masas pasivas; hay masas reaccionarias. Las mismas masas están, en diversos períodos, inspiradas por propósitos y objetivos distintos. Es precisamente por esta razón por lo que es indispensable una organización centralizada de vanguardia» (Moralistas y Sicofantes contra el marxismo, 1939).

El partido es, pues, el elemento de continuidad en el largo proceso de preparación y, después, de desencadenamiento de la revolución. En los períodos oscuros y contrarrevolucionarios, cuando las masas son «pasivas» o directamente «reaccionarias», trabaja a contracorriente, siendo consciente de que son las leyes mismas del devenir social las que preparan la futura erupción. Y cuando ésta se verifica, las masas, despertadas a la perspectiva revolucionaria, deben encontrar, ya preexistente, ya activa, la propia guía, el propio «cilindro con pistón». Demasiadas veces en la historia, se han despertado las masas del sopor y del letargo reencontrándose, sin embargo, solas en la escena del drama. Y el drama se ha convertido entonces en tragedia.

 

** ** **

Hacia el final de una de sus novelas más emblemáticas (Casa Desolada, de 1853 –el largo traspaso de una causa legal, contra el trasfondo de una Inglaterra dominada por el dinero, por los títulos de propiedad y de la nueva tecnología triunfante), el escritor inglés Charles Dickens escribía: «... se produjo un sobresalto en la masa y todos comenzaron a salir agolpados acompañados de un tufo pestilente (...) y enseguida montones de papel comenzaron a ser sacados fuera –montones de sacos, montones demasiado grandes para entrarlos en los sacos, inmensas masas de papel de todas las formas y sin formas, bajo las cuales vacilaban los que las transportaban. (...) Le preguntamos a una persona con toga si ya había concluido el juicio: “Sí, dijo, ¡por fin ha terminado!”, y le entró la risa también a él».

 

Para esto trabajamos nosotros, pequeño partido que lucha a contracorriente. Para que se pueda decir un día, riendo: «¡Por fin ha terminado!», y se pase, pues, de la prehistoria de la sociedad humana a su historia. Y no hay pasión, no hay devoción, no hay energías dirigidas a este fin que puedan considerarse desaprovechadas.

 

DICIEMBRE DE 1995

 

We use cookies

Usamos cookies en nuestro sitio web. Algunas de ellas son esenciales para el funcionamiento del sitio, mientras que otras nos ayudan a mejorar el sitio web y también la experiencia del usuario (cookies de rastreo). Puedes decidir por ti mismo si quieres permitir el uso de las cookies. Ten en cuenta que si las rechazas, puede que no puedas usar todas las funcionalidades del sitio web.