Entre los muchos aspectos que la crisis económica pone de relieve con mayor (y más dramática) claridad está el hecho de que, sin el partido revolucionario, organizado y seleccionado, fundado sobre una teoría granítica y sobre un programa convalidado por una larga experiencia histórica y aun mas afilado por un balance de ochenta años de contrarrevoluciones, sin este partido, decimos, el proletariado mundial está solo y abandonado a sí mismo, frente al ataque desencadenado por un modo de producción cada vez mas feroz en sus manifestaciones anti-proletarias.
Al mismo tiempo, mientras esta soledad política se deja sentir de forma extensa y angustiosa, a nivel mundial y con las mas variadas manifestaciones, se multiplican aquellos que (como garrapatas en el cuerpo, parásitos de muchos orígenes pero en su mayoría originadas en las mefíticas exhalaciones de esa mezcolanza de retales de diversas clases sociales) reducen, minimizan, descuidan o remiten a un futuro poco determinado el papel central (de organización y de dirección) del partido revolucionario; y que en la práctica niegan.
Naturalmente, la historia del movimiento obrero y comunista está llena de abiertos negadores; los anarquistas, sobre todo, contra los que los comunistas han tenido siempre que luchar reivindicando el papel central del partido contra toda visión metafísica del poder, del proletariado, de la sociedad sin clases; después, con las debidas diferencias de las que no es este el lugar para explicar [1], los anarco-sindicalistas, los wobblies estadounidenses y los sindicalistas revolucionarios italianos y franceses, vigorosos combatientes sociales, pero encerrados en una visión espontaneísta, localista y de fábrica, también de filiación, en esencia, anarquista; en fin los obreristas de diversa naturaleza y derivaciones, en el período de acontecimientos en el movimiento comunista durante el siglo XX. Ninguna de ellos escondió nunca el rechazo de la organización de partido, ya sea insistiendo sobre una intrínseca subjetividad proletaria capaz de identificar por sí sola el camino a seguir, ya sea extrayendo, de lecturas profundamente erróneas de la historia del movimiento comunista, el convencimiento de que cualquier organización de partido no es otra cosa que un instrumento de “burocratización” y de “opresión de la voluntad de la base”. Pero se niega el partido revolucionario, su papel directivo-organizativo en las luchas de la clase, y también se niega concibiéndolo, en su esencia, de manera distorsionada (piénsese, entre otros ejemplos históricos, en la trayectoria del KAPD alemán): el “partido de masas y no de jefes”, el “partido que debe limitarse a la propaganda del comunismo para no sustituir a la clase”, el “partido de base exclusivamente obrera”, etc. [2]
La miseria de la fase histórica que estamos condenados a vivir parece reproducir, en versión vulgarmente liliputiense, a estos negadores del partido: el obrerismo, el espontaneísmo, el “movimientismo” los producen continuamente, dentro y fuera de las reservas indias de los centros sociales, entre las “medias” clases “cabreadas”, entre los famélicos herederos del gramscismo, entre los “rebeldes” y los “subjetivistas” de la “revolución aquí y ahora” que desdeñan toda preparación revolucionaria, entre los estudiantes que no quieren “ser encuadrados”, entre todos aquellos que, tras decenios de mefítica democracia, no conciben la necesidad de la organización y del duro trabajo en contacto con la clase.
Este lastre pesa sobre un proletariado sufriente, que busca, como puede, luchar para hacer oír su propia voz, luchar con la fuerza de la desesperación para sobrevivir, a veces con improvisadas llamaradas apagadas en baños de sangre (para limitarnos a la reciente historia, en Sudáfrica, en Vietnam, en Camboya), a veces con grandes levantamientos rápidamente reconducidos al marco de reivindicaciones pequeño-burguesas de cambio de éste o de aquel régimen, y por consiguiente castrados y sofocados (los movimientos de origen netamente proletario que han inflamado el norte de África, sobre todo en Túnez y Egipto). Sin ir mas allá en el análisis de todos estos hechos (a los que en los últimos años hemos dedicado no pocas páginas) es evidente que la ausencia a nivel mundial del partido revolucionario ha hecho que la clase proletaria se moviera, bajo la presión de hechos materiales, en total soledad y, también en el aspecto de un horizonte limitado (pero necesario) de la defensa de sus condiciones de vida y de trabajo, de forma dispersa, inevitable víctima sacrificial de las ilusiones y de los fantasmas democráticos y reformistas.
Pero, como decíamos anteriormente, existen muchos modos para “negar el partido”. Existe hoy un amplio elenco de “improvisadores”, que consideran el partido revolucionario efectivamente necesario, pero… mañana, en otro momento, en aquella fase en que la inminente revolución lo requiera (¡es decir, nos harán el amable favor de informarnos que el partido es necesario!). Entonces si, las vanguardias se arremangarán y en el avance del incendio revolucionario, sacarán el partido de cualquier sitio y se lo presentarán a la clase, la cual, a su vez, estupefacta por tanta belleza, se enamorará de forma inmediata (los flechazos no se cuentan, en período revolucionario), dispuesta a ir al fin del mundo con tal de seguirlo. Hoy, que todavía estamos lejos de aquel momento sublime, toca intercambiar informaciones, discutir sobre quien es mas valiente, pelearse y gritarse en la red y en las redes sociales, en Facebook y en Twitter, en donde todos tienen la estrategia en marcha, conocen a la perfección la receta y la solución, se confeccionan las opiniones justas sobre revolución y contrarrevolución, sobre las dinámicas de la crisis y sobre la naturaleza de la sociedad comunista. ¿El partido? Hoy no se necesita: mejor crear un puñadito de followers, de “amigos sinceros”; mejor polemizar y demostrar que se es quien más sabe; mejor intercambiarse pomposos tesis y documentos que se agotan en sí mismos; mejor crear un milieu de grupos, una red. Así tenemos la seguridad de la prepotencia, y sobre todo somos, día tras día, protagonistas. ¿La clase? ¡Que se dedique a sus luchas! ¿El trabajo en contacto con la misma? ¡A quien le importa! ¿El papel dirigente y organizativo del partido? Si es adecuado y necesario, hablaremos de ello en otro momento.
Pero el partido no se improvisa, ni se improvisan sus vínculos (dialécticos) con la clase y con sus luchas. No se improvisa, porque partido quiere decir en primer lugar continuidad teórica y práctica de una organización y, si no se trabaja en esa continuidad, si no se la defiende con uñas y dientes, si no se la asegura para otras generaciones, y no como “grupo de estudio”, como “intelectuales”, como “parlanchines”, esa continuidad se deshace, decae, no sirve para nada, y queda sólo la dictadura de la ideología dominante y la represión estatal burguesa. El partido no se improvisa, porque la única garantía existente para su capacidad de dirección de la clase hacia la toma del poder y la gestión de la dictadura proletaria como obligado puente de paso hacia la sociedad sin clases, está en la formación de los cuadros militantes, en las participación en las luchas proletarias con una función tendencialmente crítica, directiva y organizativa, en el análisis continuo y profundo de los hechos económicos y sociales (no por querencia intelectual ni por alarde o adquisición personal). El partido no se improvisa, porque la clase lo podrá reconocer y reconocer su guía (y de esta forma reconociéndose a sí misma como factor de historia y no como clase oprimida), solamente si lo ha tenido a su lado en sus luchas, en sus dolorosas derrotas o en sus victorias parciales, solamente si de ello ha podido extraer las enseñanzas de aquellas luchas, de aquellas victorias o derrotas, solamente si ha podido identificar en sus militantes a aquellos que mejor saben mirar el hoy y la perspectiva. Mañana será demasiado tarde: y la experiencia histórica, con sus tragedias ligadas a la ausencia o al retraso del partido revolucionario, nos lo ha enseñado de manera muy dramática.
Tenemos luego otra camarilla que, a primera vista, parecería destacarse de este decepcionante panorama: la de los “constructores” del partido revolucionario. Estos “sienten” que tal partido es necesario, pero consideran que se puede obviar su (relativa) ausencia de la escena histórica actual “construyéndolo” como si fuera una construcción de Lego: reuniéndose periódicamente en torno a una mesa con otros grupos y formaciones, elaborando “plataformas” y “documentos congresuales” sobre como “converger”, coordinándose con este o aquel partido o partidito en una reedición de los “inter-grupos” político-sindicales del tiempo que fue, creando fantasmagóricos frentes (¿populares?) y bureaux u oficinas de coordinación, resucitando viejas siglas o inventándolas de nuevo, creyendo o haciendo creer que el partido puede nacer de las luchas y en las luchas, de los organismos de base investidos de una función político-educativa. Un partido bricolage, en resumen, en donde cada uno aporta lo que puede: todo ello en el desprecio mas completo de la homogeneidad de la teoría, de los principios, del programa, y sobre todo con indiferencia por un balance sin piedad de lo que ha sido el último siglo de historia del movimiento obrero y comunista, única y auténtica base de la que se debe partir para empezar a plantear el problema del partido, como hizo la Izquierda Comunista en 1926, en el amanecer de la mas feroz oleada contrarrevolucionaria, entregando a las generaciones futuras, con sus “Tesis de Lyon”, el balance de un pasado de luchas, de triunfos y derrotas, el necesario puente hacia el futuro. El partido no “se construye”, exactamente como no “se construye el socialismo”: solo se puede colocar en una tradición muy presente en la historia del movimiento comunista y si continúa su batalla, de forma obstinada e incómodamente contra corriente; y esa tradición es nuestra tradición. Pero ya se sabe; ¡estas son bagatelas!, la crisis avanza, hay que darse prisa: ¡construyamos el partido sin preocuparnos de aquel que ha sido! ¡lo pasado, pasado está! Y el partido que viene es… el partido-monstruo de Frankenstein.
En los tiempos convulsos que vendrán, los comunistas deberemos combatir cada vez más todas estas bandas de negadores, de improvisadores, de constructores del partido revolucionario. Deberemos hacerlo continuando nuestra ya mas que secular batalla, hoy indudablemente minoritaria, pero esencial para preparar el mañana: de defensa de la teoría, de reforzamiento organizativo, de extensión internacional, de participación en las luchas de nuestra clase con el objetivo de guía y dirección, de formación de cuadros militantes, de continuo e incesante análisis de los hechos de la realidad a la luz del materialismo dialéctico. Esto es el partido; y quien lo niega, quien lo improvisa, quien quiere “construirlo”, hay que tener la valentía de decirlo, está del otro lado de la barricada. “Quien no está con nosotros, está contra nosotros”.